-¡¿Emmet?!
-Uhm… Más o menos.
-¿Cómo que más o menos? –respondió Looker, sin entender
nada.
-La versión mala de Emmet –gesticuló él.
-¿La versión mala…?
-Gemelos –le dijo por fin, con cara de “como no lo pilles
esta vez dejo de hablarte”.
-Eh… ¡Ah! ¡¿Qué?!
-¡Que soy su gemelo, joder! ¡Gemelo: hermano con la misma
cara!
-Pero más cabrón, ¿no? –contestó el policía, visiblemente
enfadado.
De repente, el otro hombre se relajó.
-Veo que lo has pillado.
Se arregló el cuello del abrigo mientras Looker le decía:
-No sabía que Emmet tenía un hermano.
-Pues es lo primero que deberías aprender antes de entrar
en la estación –le recriminó.
-No soy de aquí, he venido corriendo. No puedo saberlo
todo.
A Looker le sorprendió la rapidez con la que había conseguido
enfadarse. El otro hombre no pareció notarlo (o quizás estaba ya acostumbrado)
y se acercó al policía sin ningún miedo. Éste pudo observar que, a diferencia
de Emmet, él vestía de negro, y parecía estar de mal humor constantemente. Para
su asombro, cogió a Looker del hombro con gentileza y le señaló al Loco, que
seguía inconsciente.
-Un error, y puedes acabar como ése.
No lo dijo con tono amenazador, sino que parecía ser un
consejo. ¿A qué se referiría? Daba igual, tenían que salir de allí en ese momento;
ya reflexionaría más tarde sobre ello. Se agachó, esposó al asesino y, con
ayuda del otro hombre, lo arrastraron.
-Soy Ingo –le informó poco después el hombre de negro,
mientras movían (no sin cierta dificultad) el cuerpo.
Al salir a la calle se armó un gran revuelo entre los
policías. Todos estaban impresionados de que hubiesen capturado al gran
asesino, que tanto se había resistido hasta el momento. Sin embargo, Looker se
sentía raro: todo había sido muy fácil. La clave estaba en la intervención de
ese misterioso Ingo. ¿Qué había ocurrido realmente? Decidió que la mejor forma
de resolver las lagunas de su historia sería interrogándole.
Se presentó al día siguiente en el pequeño despacho del
jefe del metro. Si bien éste no lo atendió con excesiva amabilidad, tampoco lo
echó a patadas. “Es un tío difícil, pero habrá que adaptarse”. Al entrar a la
estancia lo invitó a sentarse y le ofreció un café, que Looker aceptó de buena
gana, pues había pasado una noche larga e intensa. Ingo también tomó café, pero
no llegó a sentarse. Miró fijamente al policía y le dijo:
-Ve al grano.
Looker carraspeó y respondió:
-Bien. Quiero saber qué ocurrió anoche y por qué me
salvaste. Además, ¿qué sabías del Loco?
-Oh, no mucho, lo de los periódicos –le dio un sorbo al
café mientras miraba fijamente la mesa, tratando de recordar-. Iba a haber otro
asesinato y lo preparé un poco. No sabía si iba a funcionar.
-¿A qué te refieres con que lo preparaste un poco?
-No hagas preguntas idiotas –le reprochó, frunciendo el
ceño-. Investigué. Un asesinato no daría buena imagen al metro.
-¿Y qué descubriste? –inquirió el policía-. ¿Acaso sabías
quién iba a ser la víctima o a qué hora atacaría el Loco?
-Oh, sí.
Silencio. Looker dejó la taza sobre la mesa.
-La policía no logró averiguar quién era la víctima. Sin
embargo, tú afirmas que lo sabías. ¿Qué has hecho? ¿Conocías al Loco de antes?
¿Habíais hablado?
-Sé lo que intentas decir –fue lo único que respondió.
Looker descargó los puños sobre la mesa, visiblemente
irritado.
-¡Habla!
El silencio de Ingo lo ponía nervioso. Un hombre tan
misterioso, que no parecía inmutarse con la ira del policía… Podría haber
colaborado con el asesino, si tomaba en cuenta todo lo que decía y su fría
actitud. Eso explicaría muchas cosas.
-Agradecería que no dijeras diez tonterías cada vez que
abras la boca –fue lo único que contestó Ingo, para, acto seguido, tomar otro
sorbo de café con parsimonia.
-¡Quizás si tú dijeras algo decente y no te hicieras el
interesante yo podría sacar algo en limpio de todo esto! –gritó Looker.
Suspiró profundamente. No debía gritar, él no era así.
Miró a Ingo, que de repente parecía aburrido. Estaba apoyado en la mesa,
analizando su taza de café. “Lo mato”. Suspiró de nuevo y dijo, lo más calmado
que pudo:
-Por favor, ¿podrías decirme qué ocurrió anoche?
Ingo lo miró fijamente con sus ojos grises. Looker mantuvo
su vista fija en él en todo momento.
-Piensas que puedo haber sido cómplice del Loco. Mi
respuesta es un no rotundo. Ni siquiera le veo lógica a esa suposición.
“No lo será para ti”, pensó el policía. Por el contrario,
tan solo contestó:
-Vale.
Sería antipático, pero tenía que reconocer que era muy
inteligente y parecía pillar todo a la primera. Ingo cogió un sobre de su mesa
y se lo alcanzó.
-Todo salió un poco desordenado para el Loco –le explicó
el jefe del metro.
Looker observó el sobre y, al ver el nombre escrito,
entendió todo. “Un poco desordenado, dice”.
-Tú eras la víctima…
-Sí –admitió, sin darle importancia.
-Y te da igual –le reprendió.
Una leve risa surgió de los labios de Ingo.
-Ni que fuera el primero en querer matarme.
-No me extraña –murmuró Looker, arrepintiéndose al
instante de haber dicho eso en voz alta. Rápidamente añadió-: Bien, ¿y qué
hiciste al enterarte? Dices que lo preparaste, pero no le dijiste nada a la
policía. ¿Acaso no confías en nosotros?
-Sí confío, pero hasta ahora no habíais sido muy útiles.
Looker frunció el ceño. Aquel hombre tenía toda la razón,
por dolorosa que fuera.
-Decidí aprovechar el factor sorpresa –murmuró Ingo,
sonriendo traviesamente.
Tras haber recibido la carta, Ingo cogió su portátil y
buscó en la red todas las noticias relacionadas con el Loco. Fue comprobando
los detalles de cada asesinato: el perfil de las víctimas, los lugares en los
que se habían cometido los crímenes, cualquier persona que pudiese estar
relacionada con los muertos. Lo que fuera, por banal que pareciera, tenía un
hueco en su pequeña investigación personal. Hacía tiempo que había aprendido a
no descartar nada en una búsqueda de información: no en vano había llegado a
trabajar en alguna ocasión en el servicio de inteligencia en el ejército.
Las víctimas variaban entre actores, cantantes,
deportistas, algún empresario y entrenadores pokemon poderosos. Gente diferente
entre sí, pero todos conocidos. Unos eran más famosos que otros, aunque no
excesivamente, a excepción del caso de una cantante muy popular. El jefe del
metro meditó unos minutos sobre el tema, planteándose cómo iba a hacer un
esquema de la situación. El Loco había empezado asesinando a un entrenador con
una puñalada en la espalda. Ingo lo representó cogiendo un recorte de periódico
con la noticia de dicho asesinato y clavándola en la pared con una navaja que
solía llevar en el bolsillo. Siguientes víctimas: un empresario y otro
entrenador. Dos días de diferencia entre ambos, sendos tiros en la cabeza.
Recortes de ambas noticias sujetos a la pared con chinchetas. El jefe del metro
cogió la pistola que llevaba siempre en el cinturón e hizo dos disparos contra
los trozos de papel.
-¡¿Se puede sabe qué estás haciendo?! –le gritó Emmet, que
pasaba cerca de allí, había oído los disparos y había decidido asomar la cabeza
por la puerta del despacho de su hermano.
-Practicar.
Tranquilamente, Ingo tomó un sorbo de café solo de su taza
negra.
-¡Practicas todas las semanas en el club de tiro! –le
replicó, gesticulando.
-No es suficiente –contestó, con toda la calma del mundo.
Con un bufido, Emmet se fue, cerrando la puerta de un
portazo. ¿Conseguiría alguien entender algún día al loco de su hermano?
Ingo continuó su investigación. Otra puñalada (o, mejor
dicho, cinco) a un actor. Se llevó la mano al bolsillo y, al no notar el bulto,
recordó que ya había “apuñalado” un recorte de prensa. Suspiró y bajó a la
estación, donde buscó la cafetería en la que solía descansar entre viajes y
tareas varias. Allí ya tenía cierta confianza con el dueño, por lo que se
acercó a la barra y le dijo, bajando la voz:
-Un café solo… ¿Y te importaría darme tres cuchillos de
plástico?
El dueño del establecimiento puso una cara rara durante
unos segundos, pero sabía ya que a aquel hombre le daban ciertas venadas
inexplicables de cuando en cuando. Al servirle el café, le dio con discreción
los cuchillos mientras bromeaba diciéndole:
-¿Eres consciente de lo cruel que es asesinar a alguien
con un cuchillo de plástico? Tienes que raspar bastante para hacer herida.
Ingo puso cara de “no voy a matar a nadie”, pero luego lo
pensó mejor, y contestó:
-Así sufren más. Se lo merecen.
Se bebió el café de dos tragos y se marchó tras dejar el
dinero correspondiente en la barra. Al llegar a la puerta de la cafetería se
dio la vuelta, se acercó al dueño de nuevo y dijo, señalando los cuchillos:
-Quiero ver si sirven como repuesto de chinchetas.
El hombre tras la barra le guiñó el ojo.
-Yo una vez probé con tenedores, pero todo sea por el bien
de la ciencia.
Ingo asintió y se fue. Le caía bien el propietario de esa
cafetería. Al fin y al cabo, no le regañaba por sus locuras.
Cuatro puñaladas y tres tiros después, Ingo se enfrentaba
a la octava víctima. Era una actriz joven, guapa y bastante famosa. El Loco
hizo especial honor a su nombre en esta ocasión, quemándola viva. Resistiendo
una pequeña convulsión en el estómago, Ingo pensó dos cosas en ese momento: la
primera, que no quería morir abrasado como si fuera un pollo; la segunda, que
no podía representar esa muerte con chinchetas ni cuchillos de plástico.
Reflexionó unos instantes antes de rendirse, coger un cigarrillo del bolsillo
de su largo abrigo negro, encenderlo y darle una profunda calada, cerrando los ojos
y apoyándose contra la mesa. De repente tuvo una idea. Se acerco al recorte de
periódico pegado en la pared junto al resto y le hizo una quemadura con el
cigarrillo. Así lo marcaría sin necesidad de quemar el recorte entero. Después
fumó tranquilamente el resto, observando su obra pegada en la pared. ¿Qué
tenían en común? Habían sido asesinados de diferentes formas. Venían de
círculos diversos, pero eran famosos. Además, habían tenido un éxito
relativamente reciente, no más allá de cinco años atrás. Él mismo cumplía esta
característica: era un entrenador exitoso y jefe de una empresa dedicada a
combates y transportes, bien conocida por otros entrenadores fuertes.
Había otro punto en común: en todos los casos, el Loco
había burlado unas medidas de seguridad relativamente fuertes. Los actores y
cantantes tenían guardaespaldas; los deportistas y empresarios habían sido
asesinados en el interior de sus casas blindadas y con alarmas; por último, los
entrenadores contaban con la inestimable ayuda de sus poderosos pokemon.
Mientras pensaba en ello, palpó la pistola que llevaba en el cinturón. Tenía
buena puntería, pero… ¿podría confiar en ella para salvar su vida?
Siguió reflexionando acerca de los motivos por los cuales
el Loco había cometido los asesinatos. Aparte de por ser un loco psicópata
aburrido, claro estaba. Pensó que podría tratarse de una especie de desafío
personal, atacando a sus víctimas cuando estaban protegidas y, aún así,
teniendo éxito. En su caso, a medianoche solía encontrarse aún en la estación,
terminando algunos informes. A esas horas la estación se cerraba, los guardias
vigilaban las entradas y las cámaras de seguridad grababan a cualquier intruso
que pasara por allí. Supuso que el Loco preveía que aumentara aún más las
medidas de seguridad: pensaría que avisaría a la policía, que se escondería en
otro lugar o que directamente huiría a un sitio donde él creyera que el asesino
no podría encontrarle. De repente sonrió. Estaba claro que la mejor defensa era
resultar imprevisible, y aquello era lo que mejor se le daba hacer, por lo que
decidió precisamente no hacer nada.
Llegó el día marcado en la carta y el jefe del metro se lo
tomó como cualquier otro día: desayuno y periódico, combate en el tren, comida,
bronca al empleado de turno, más combates, vigilar algunas estaciones, bronca a
Emmet, cena. La rutina lo calmaba, pese a que sentía un extraño vacío. Había
pensado en su plan a lo largo del día, aprovechando los pequeños descansos
entre combates. En teoría, esperaría al asesino en la estación, escondido tras
una puerta y armado con su pistola. Hubo algún instante en el que dudó de la
efectividad de su esbozo mental, pero no se permitió caer en la desesperación.
Debía tomarse aquel día como si fuera un juego. Ni siquiera le importaba su
vida, sino el hecho de no saber qué iba a ocurrir exactamente. Aparte de todo
ello, era vital que nadie se diera cuenta de que algo pasaba, lo cuál no
resultó demasiado difícil debido a la constante apariencia impasible ya famosa
en él.
Se acercaba la medianoche y la estación se iba vaciando.
Vio, sin embargo, que cada vez había más policías. Algunos de ellos iban
camuflados, pero Ingo ya los conocía de antes. Supuso que buscaban al Loco,
aunque no llegó a adivinar cómo se habían enterado de su próximo ataque. Miró
su móvil: su hermano lo había estado llamando. Pensó en devolverle la llamada,
pero consideró que si decía algo podría poner en peligro a personas inocentes.
Al final guardó el móvil en el bolsillo del abrigo, fingiendo estar fuera de
cobertura.
Cuando ya no quedaba nadie en la estación, subió unas
estrechas escaleras y entró en una pequeña habitación cuya ventana daba a la
sala circular central. Era un puesto estratégico a la hora de observar a la
gente que pasara por allí debajo. Pasaron unos largos minutos, durante los
cuales vio a un policía de gabardina marrón vigilando la gran sala. No le
sonaba su cara, pero supo que era un agente por su forma de caminar, tan
cautelosa. El asesino habría caminado con mayor seguridad, menos recato y,
posiblemente, con un arma más a la vista. Dos o tres minutos después, cuando el
policía estaba al otro lado de la columna central, otra figura apareció en
escena. Era un joven de aspecto corriente, moreno y más bien bajo, pero que se
movía con rapidez y astucia. Ingo observó que el muchacho llevaba una pistola
en la mano. “He ahí el asesino”, pensó. Parecía la típica persona dependiente
de un arma y de su intelecto, pues físicamente era bastante mediocre. Se dio
cuenta entonces de otro punto en común entre las víctimas: todos destacaban en
algún aspecto físico, ya fuera la fuerza o el atractivo. En su caso, y a pesar
de la distancia que los separaba, dedujo que podía sacarle fácilmente más de
una cabeza de altura y, pese a ser de constitución delgada, era bastante más fuerte
que el joven asesino.
El Loco se dirigió al pequeño despacho del jefe del metro,
pero antes de llegar a la escalera que subía hacia allí, Ingo tomó una decisión
repentina, abrió el cuadro de luces y bajó los plomos. Estaba seguro de que eso
no se lo esperaba nadie; ni siquiera él mismo lo había previsto. Muchas veces
la gente se había quejado de sus corazonadas y cambios de decisión súbitos,
pero tenía que admitir que, a la hora de resultar imprevisible, sus pequeñas
locuras le venían genial. Igualmente, pensó, la gente se quejaba de vicio: sus
arrebatos surgían a menudo al darse cuenta de algún pequeño detalle que se le
hubiese pasado por alto, por lo que rara vez cometía un error. Pero claro, las
personas tenían siempre esa maldita necesidad de tener todo bajo control en
todo momento. Él mismo era calculador, pero no hasta el punto de resultar
inflexible.
Enseguida se encendieron las luces de emergencia. Vio que
el policía y el asesino estaban confusos. El último decidió tomar un camino diferente
y bajó a uno de los andenes. El policía lo vio de casualidad y lo persiguió con
cierto sigilo. Ingo salió corriendo tras ellos y se dirigió también al andén
por una escalera alternativa. Iba a ocurrir un conflicto importante allí abajo,
pero al menos ya había conseguido desconcertar a su atacante.
Decidió no usar su pistola si no era estrictamente
necesario, pues estaba todo bastante oscuro y no deseaba herir a quien no
debía. Buscó su navaja en el bolsillo. Se maldijo a sí mismo al recordar que
seguía clavada en la pared de su despacho, sujetando el recorte de periódico.
Cuando empezó a desesperarse vio, para su alivio, una fregona en la esquina del
pasillo. “Bendita limpiadora”. Tomó la fregona y siguió su camino hacia el
andén con paso rápido. Llegó a tiempo de ver cómo el policía se enfrentaba al
Loco, que de repente sacó su pistola para atacar al agente. Sin pensárselo dos
veces, Ingo corrió hacia ellos, reunió toda su mala hostia en un golpe y le
rompió la fregona en la cabeza al muchacho, rematándolo con un puñetazo en la
nariz. “A dormir, chaval”.
-¿Entonces tú fuiste el del apagón? –dijo Looker,
pensativo.
-¿Quién si no? –tomó otro trago de café.
-Estaba convencido de que había sido el Loco –admitió el
policía.
-No, él era más discreto, no se habría anunciado de una
forma tan obvia.
Looker asintió y miró a su alrededor. Vio que los recortes
de prensa seguían pegados a la pared de una manera peculiar. Ingo se dio
cuenta, recuperó su navaja y la guardó en el bolsillo de su pantalón.
-¿Siempre vas armado? –inquirió el policía.
-Normalmente sí. También me encargo de la seguridad de
este lugar.
Looker lo atravesó con su mirada oscura. Se preguntaba si
aquel hombre tendría licencia de armas, pero se calló para no ganarse más su
enemistad. Al fin y al cabo, no le había visto utilizar sus armas contra nadie,
y la policía local tampoco había dicho nada al respecto, así que supuso que
ellos ya lo sabían y aprobaban. Finalmente, tras haber completado la laguna de
los hechos, le agradeció de mala gana la colaboración y se fue. Al menos había
resuelto el caso del Loco, aunque hubiese sido con un poco de ayuda.
Soberbio. Me gusta un montón, y ha molado mucho adentrarse en la mente de Ingo :D
ResponderEliminarLa mente de Ingo da miedo :D
EliminarMe está gustando mucho ><
ResponderEliminarIngo me cae genial xDD
Espero que no tarde mucho el siguiente *-*
Ah, me alegro de que te caiga bien xD (aunque no debería ser así en teoría, porque en la historia Ingo cae mal a todo el mundo... xD)
EliminarPues a ver si puedo subirlo pronto, porque esta semana voy a morir con la uni :')
He de decir que está genial, no voy a pelotearte más , que he de decir que lo haces estupendamente bien ;D Respecto a Ingo, pues creo que no es una mala persona, pero es demasiado inteligente para la sociedad diría yo xDDD En cualquier caso, me ha gustado, espero verlo en más capítulos... espero ;D Me gusta mucho Looker por cierto ;D
ResponderEliminarGracias ^^
EliminarEs que a Ingo lo queman mucho, y el pobre no da para todo xD
Lo verás :3