Bienvenidos al infierno de las tazas

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miércoles, 14 de noviembre de 2012

Capítulo 14: La clave.


-Gianni mató a traficantes que no cumplieron su parte del trato, así como a gente que no quiso colaborar con la mafia. Lo que quiero decirte es que siempre hubo una razón tras el asesinato –explicó Looker.
Estaba sentado frente a Irene en una de las habitaciones de las oficinas de la policía de Nimbasa. Llevaba más de una semana centrado en la lista de Gianni. Había pedido a sus compañeros de las diferentes regiones y países que interrogaran de nuevo a la gente más cercana a las víctimas.
-Está claro que se movieron por todo Hoenn y por una zona concreta de Italia. Luego vinieron aquí. Todas las víctimas me cuadran, incluso la del conde Benoit, que viajaba a menudo a Italia y pudo haber tenido contacto con miembros de la mafia anteriormente. Sin embargo, hay dos muertes que no comprendo. Una de ellas es la de Giulia. Ya sé cuál es tu opinión, pero no podemos descartar que hubiera una razón más allá del odio irracional.
-Vale. ¿Y qué hay de la otra víctima? –quiso saber Irene.
-El matrimonio Zimmermann. Eran alemanes y no entiendo qué hacía la mafia allí, en Alemania, si luego no volvieron jamás. Fue algo muy puntual.
-Qué extraño…

Aquel día, Irene no disfrutó de los combates que mantuvo en el metro y, de hecho, no tardó en ser vencida. Se sentía muy extraña, como si no fuera la misma de siempre. Estaba aún desconcentrada por la última conversación que había mantenido con Ingo, y no había dejado de darle vueltas a su reacción. ¿Cómo un hombre como él se había cerrado en sí mismo de repente? ¿Le habría hecho daño con sus palabras? Irene deseaba con todo su corazón poder ayudarle, poder eliminar la tristeza que lo atormentaba, pero no sabía cómo. Al igual que el resto de los sucesos de su vida, el cambio en su visión respecto a aquel hombre había ocurrido apresuradamente. Ya no era un hombre misterioso que se preocupaba por ella, sino uno atormentado por un pasado difícil. Y la joven no consentía que alguien con tantas preocupaciones pudiera dejarlo todo por ayudarla. Él también contaba, él también necesitaba ayuda y tenía derecho a recibirla.
Salió de la estación y visitó un gran parque que se encontraba a pocos minutos de allí. Necesitaba despejarse, así que un paseo entre árboles y estanques posiblemente le vendría bien. El parque estaba abarrotado de gente que había aprovechado el día soleado y no muy frío para divertirse o entrenar. Había muchos jóvenes que se dedicaban a combatir en torneos improvisados; ella quiso participar también, pero al final se lo pensó mejor: ya llevaba algunas derrotas acumuladas ese día, y no quería añadir más. Continuó caminando a paso lento por un sendero estrecho y empedrado que se adentraba en la maleza. Allí, varios tipos de pokemon voladores e insectos la miraban con curiosidad, o incluso se acercaban para jugar. Irene acabó acariciando a varios Pidove que se posaron sobre ella, tranquilizándose al divertirse con ellos. Se despidió de los pokemon pájaro cuando empezó a sentir hambre, por lo que anduvo hasta un puestecillo, donde compró un gofre de chocolate.
Se sentó en el largo asiento de piedra que había a la orilla de un estanque, situada de espaldas al agua, y comenzó a morder el dulce que tenía entre las manos. Pronto sus pensamientos volvieron a centrarse en Ingo. Tuvo que admitir que sentía una extraña pena hacia él, como si no acabase de asimilar el hecho de que su amigo hubiera estado tan deprimido que hubiese intentado quitarse la vida. Pero no podía ayudarlo. Él no dejaba nunca entrever sus sentimientos. Ni siquiera su propio hermano sabía qué le ocurría, como le había revelado a ella unos días antes. Irene pensó que Ingo era un hombre realmente difícil de entender. ¿Sería aquella la razón por la que tanta gente lo odiase? No lo comprendía. No cuando ella le tenía tantísimo cariño. Y precisamente aquel cariño la empezaba a confundir mucho…
La melodía de su móvil la sacó de su ensimismamiento. Era Looker, que quería saber dónde se encontraba porque necesitaba hablar con ella. Le indicó dónde estaba y el policía le pidió que lo esperara allí mismo. No tardó más de quince minutos en aparecer por el camino que rodeaba el estanque. Parecía nervioso.
-¿Cómo es que has venido aquí? –preguntó Looker.
-Necesitaba despejarme. È un bel posto, eh? (*Es un lugar bonito, ¿eh?)
-No lo niego, pero… ¿Ha pasado algo?
-No, nada especial.
-Fui a buscarte a la estación y me llevé un buen susto cuando vi que no estabas. Por cierto, Ingo te estaba buscando.
-¿Y eso? ¿Qué quería? –preguntó, sintiendo que su corazón aceleraba el ritmo.
-No lo sé.
-Vale –murmuró, decepcionada-. ¿Y tú?
-Tu madre tenía un diario.
-No.
-No era una pregunta –contestó él, muy serio.
Irene lo miró fijamente, también haciendo gala de una gravedad muy poco habitual en ella.
-Mi compañero infiltrado dice que ha oído hablar a Gianni sobre un diario que escribió Giulia. Ahí está escrito un secreto que podría llevar a la mafia a su fin. Sin embargo, resulta que dicho diario está perdido y nadie lo encuentra.
La joven permaneció inmóvil, asombrada.
-¿Dónde está? –preguntó entonces Looker.
-No… no sé dónde está. Ni siquiera sabía de su existencia.
-No me mientas.
-¡No te miento! –exclamó ella, irritada.
Sus miradas se cruzaron. Ambos estaban en una notable tensión.
-Si no lo tienes tú, ¿dónde está?
-¡No lo sé! Me acabo de enterar de que existía.
Looker suspiró pesadamente. Se sentó al lado de Irene y la miró abatido.
-Ese diario es la clave. Creo que podría ser la razón por la que Gianni mató a Giulia, pero quizás ella escondió el diario antes de morir. Aun así quedan muchas incógnitas por resolver… Y ahora he vuelto a perderle la pista. Estaba convencido de que lo guardarías tú.
-Qué va… Si lo hubiese tenido yo, te lo habría enseñado desde el principio. Soy la primera que quiere acabar con toda esta amenaza.
-¿Y si Gianni piensa lo mismo?
-¿A qué te refieres?
-Quizás él cree que eres tú quien esconde el diario y por eso no te ha matado aún. Podría ser que antes quiera que le reveles dónde está.
Irene reflexionó, ponderando cuál era la posibilidad de que fuera aquello lo que estuviera ocurriendo en la realidad.
-Podría ser… Es una posibilidad. Explicaría bastante bien por qué no me han capturado aún. Pero eso quiere decir que podrían llegar a torturarme a pesar de no saber nada…
Se llevó la mano a la cara, muy preocupada. Se le había revuelto el estómago al pensar en las consecuencias. Looker le puso la mano en la espalda, aunque supiera, en el fondo, que aquello no la animaría en absoluto.
-No permitiré que ocurra.
-Es fácil decirlo, pero luego…
El policía la rodeó con sus brazos, notando a Irene encogida y temblando de miedo.
-La pesadilla no acaba nunca –murmuró ella.
Se tapó los ojos en un intento de disimular las lágrimas.

Con el miedo en el cuerpo, Irene regresó a la Estación Radial, el lugar más seguro que conocía, a pesar de que admitía que no era infalible. Sin embargo, aunque la mafia temiera a los jefes del metro, ¿podía seguir confiando en la seguridad de aquel lugar?
Tras descubrir la existencia del diario de su madre había vuelto a ponerse en guardia: ahora había un motivo de peso para que la pudieran atacar de nuevo. Volvía a estar tensa y a sentirse presionada tras haber vivido unos días de relativa tranquilidad. A veces se preguntaba si sería capaz de aguantar aquel ritmo de vida mucho más tiempo.
No le apetecía combatir y decidió acercarse a la cafetería para sentarse y, quizás, leer algo, si lograba concentrarse. Antes de guardar cola para pedir algo, se quedó mirando la vitrina de los dulces. Fue entonces cuando notó unas manos posándose suavemente en sus hombros.
-¿Te apetece un café? –oyó decir tras ella.
Se giró y observó al alto hombre con una sonrisa.
-Justo iba a pedir uno ahora.
-Me lo imaginaba. Es lo que suele ocurrir cuando alguien está en una cafetería –bromeó Ingo, manteniendo su rostro serio.
-En realidad venía a adoptar un Wailord –respondió ella, divertida.
-Ah, claro. Tonto de mí. Yo una vez me llevé uno a casa –hizo una pausa que pretendía sonar dramática-. Me rompió la bañera.
Irene rio a carcajadas al imaginarse la escena. Ingo intentó permanecer serio, pero terminó contagiándose de la alegría de la joven; una ligera sonrisa se dibujó en sus labios.
-Vamos, te invito a algo.
La llevó a la cola y esperaron en silencio su turno. Cuando les hubieron servido, fueron a una pequeña mesa y se sentaron uno al lado del otro. Aunque el jefe del metro habría preferido estar cara a cara con la viajera, el establecimiento estaba abarrotado y la gente sentada en otras mesas no dejaba gran espacio para colocarse cómodamente al otro lado de la suya. Irene, por el contrario, apreciaba tener a Ingo físicamente más próximo y sin verse obligada a sostenerle la mirada constantemente (cosa que la avergonzaba bastante).
-Me parece curioso que no hayas dicho nada mientras estábamos en la cola –comentó Irene.
-No había nada que decir.
Ella observó cómo su amigo removía el café tranquilamente.
-Looker me ha dicho que me estabas buscando.
-Sí. He estado toda la mañana buscándote.
-¿Y cuando por fin me encuentras no me dices nada? –se extrañó ella.
-Te he saludado.
-Aparte de eso –respondió, exasperada.
-Si hubiese querido contarte algo, no lo habría hecho en medio de un establecimiento donde cualquiera puede oírnos. Quizás aquí, en la mesa, sí, pero no allí.
-Veo que proteges mucho tu privacidad.
-Claro.
Tomó un sorbo de café con lentitud, e Irene lo imitó inconscientemente.
-¿Y bien? ¿Para qué me buscabas, entonces?
-Para verte.
La pelirroja tardó unos segundos en asimilar la respuesta.
-¿Qué?
-Que quería verte.
-¿Para qué? –preguntó, frunciendo el ceño.
-Para verte, no sé… Saber que estás bien, que sigues ahí.
-Ah.
Siguió bebiendo su café mientras procesaba lo que le había dicho Ingo. Le parecía una actitud más bien rara y le costaba concebir una explicación lógica. Mientras tanto, el jefe del metro permaneció en completo silencio, analizando a la multitud que se congregaba en la cafetería.
-¿No… vas a decir nada? –dijo Irene, en un intento de conversar con él. Empezaba a temer que Ingo estuviera aún resentido por la charla que habían mantenido unos días atrás.
Ingo se volvió hacia ella, con la taza en equilibrio en el aire. La miró fijamente, con expresión perpleja. De repente, pareció como si algo obvio que no hubiese sido capaz de ver hasta ese momento lo hubiera azotado en plena cara.
-¿Te incomoda el silencio?
-Un… poco.
El hombre frunció el ceño.
-¿Eso es un sí o un no?
-Es más bien un sí.
Dejó la taza sobre la mesa con tal rapidez que Irene se quedó asombrada.
-Lo siento –se disculpó rápidamente, sin dejar de mirar a la joven-. Choque de culturas. A veces me pasa. No me había dado cuenta de que estabas incómoda. Lo siento mucho.
-Oh, no… No pasa nada. Está bien, no te preocupes –sonrió-. Si quieres estar en silencio no te interrumpiré. No quiero molestarte.
-No molestas –se apresuró a decir él-. Es solo que di por supuesto que no había necesidad de una charla banal y superficial entre nosotros. ¿Quieres que hablemos del tiempo?
-No hace falta.
-Bien, porque odio hablar del tiempo.
Hubo un silencio cuanto menos extraño. Ingo estaba sentado muy recto, como si se encontrara tenso ante aquella situación.
-Esto… Ingo…
-Dime.
-Está bien si no necesitas hablar, pero… ¿Te importa si yo te cuento algo? ¿Te molestaría? ¿Te interrumpiría? ¿O me escucharías?
-Claro que te escucharé, aunque no esperes que te ilumine acerca de los distintos tipos de nubes. Pero si me lo quieres explicar tú…
-Te dormirías.
-Sí –admitió él.
Irene sonrió, a pesar de sentirse algo insegura.
-Me refería a conversaciones serias.
-No tengo problemas en mantener contigo ese tipo de conversaciones. Escuchar y responder. Puedo hacerlo. Pero si intentas hablar solo para rellenar un silencio… No.
-Creo que el silencio también es necesario.
-Pero te incomoda.
-Bueno, sí… Pero es en parte por pensar que a la otra persona pueda incomodarle también. Si no, no hay tanto problema en no hablar, al menos en mi caso.
-Qué idiotez, entonces…
Irene lo miró con una mezcla de diversión y asombro. Ingo parecía muy confuso ante aquella situación.
-Son convenciones sociales, no les busques el sentido –explicó ella.
-Vale.
Ingo bebió el resto del café en un silencio que ya no incomodaba tanto a la joven, una vez conocía su procedencia.
-Pero…
-No puedes estar callada.
-Tengo una duda –se quejó ella.
Él asintió con la cabeza, rectificando su actitud.
-¿Por qué tomar algo conmigo si no necesitas contarme nada?
-Que no hable no significa que no disfrute de tu compañía.
Ese concepto no logró entenderlo por más vueltas que le dio, pero no dijo nada más al respecto. No quería llevar al límite aquella conversación. Dejó unos minutos de reflexión antes de lanzarse a contarle algo más a Ingo.
-Estoy preocupada.
-¿Por qué? –quiso saber él. Se entretenía removiendo la cuchara en la taza vacía.
-Looker me ha contado algo importante que no sabía. Pero no sé si puedo decírtelo a ti.
-Entonces no me lo digas.
-En realidad me refería a que te lo voy a contar, pero que guardes el secreto.
-Ah. Bien, vale –aceptó él.
Irene esbozó una sonrisa de satisfacción. Tras haber pensado mucho en ello, había deducido que, en ocasiones, debía ser muy directa con Ingo para que este la entendiera. Le alegró haber acertado.
-Resulta que Giulia, mi madre, tenía un diario.
-Mmm.
-Y, escrito en su interior, se encontraba un secreto que podría acabar con la mafia.
Con la última frase, la joven pelirroja logró atraer la atención de Ingo, que dejó de jugar con la cuchara para mirarla directamente a ella.
-Pero el diario se perdió. No sabemos si Giulia lo escondió o no, pero Looker piensa que podría ser el motivo por el cual la matara Gianni. También opina que la mafia podría querer capturarme con vida para que revelase el paradero del diario antes de matarme. Por supuesto, no sé dónde se encuentra el diario porque me enteré hace un rato de su existencia.
-Es decir, que ahora todos estáis buscando el diario…
-Sí.
-Y tú estás en peligro.
-Yo siempre estoy en peligro.
Ingo no apartó su clara mirada de ella durante un largo periodo de tiempo. Irene se la sostuvo valientemente mientras en su interior se resignaba a que, se pusiera donde se pusiera respecto a aquel hombre, él siempre encontraría una forma de incomodarla con aquella mirada fija. Sabía que, en el fondo, Ingo disfrutaba avergonzándola. Al final, el rubio cedió y se echó hacia atrás, reacomodándose en la silla con una postura más relajada. Cuando Irene menos lo esperaba, él le pasó un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia sí mismo. Ella se apoyó en su pecho y no necesitó palabras para saber que Ingo estaba dispuesto a protegerla ocurriera lo que ocurriese.

domingo, 7 de octubre de 2012

Capítulo 13: El hermano.


-Esta es la canción más triste que te he oído tocar jamás –dijo Emmet al entrar por la puerta del despacho.
Ingo lo ignoró y siguió tocando la melancólica composición con su viejo violín. Cuando finalizó la larga melodía, Emmet insistió:
-¿Ha ocurrido algo con la mujer esa?
El hermano mayor suspiró pesadamente.
-Tenías razón. Me gusta.
Le contó todo lo que había ocurrido en los túneles del metro unas horas antes.

Al día siguiente, Irene aprovechó la mañana para comenzar de nuevo el reto del Metro Batalla. Esta vez lo intentó con Litwick, pues era la única oportunidad que tenía de entrenarlo, ya que salir a las afueras de Nimbasa podría resultar peligroso. Era consciente de que no superaría un gran número de vagones, pero se enfrentó a sus contrincantes con gran entusiasmo. El pequeño Litwick parecía feliz de poder luchar junto a ella y se esforzó al máximo.
Llegaron hasta el sexto vagón, donde perdieron contra un Drilbur. Irene le agradeció a Litwick su trabajo dándole unos dulces cuando bajaron del tren. Al fin y al cabo, habían llegado mucho más lejos de lo que habían previsto, y no podían disimular la satisfacción que aquella pequeña victoria les había producido. Para poder alimentar a su pokemon con mayor comodidad buscó un banco en la estación donde sentarse. Allí, rodeada de su equipo pokemon, al que también estaba alimentando, fue donde la encontró Emmet. El jefe del metro había pasado la mañana preguntando a los entrenadores si habían visto a la pelirroja, y, como ya era una entrenadora conocida por allí, no le había resultado difícil encontrarla. Al verla, se acercó con una amable sonrisa que no dejaba duda acerca de sus amistosas intenciones.
-¿Podría sentarme a tu lado?
Irene, a la que la visita de Emmet sorprendió notablemente, asintió con timidez.
-Tienes un equipo muy fuerte –la halagó él.
-Gracias –sonrió ella. Sus pokemon emitieron asimismo sonidos de agradecimiento.
-Mmmm… No sé si sabrás quién soy…
-Oh, sí. Eres Emmet. Nos vimos una vez en la cafetería y me recomendaste algo para comer.
-¡Ah! Me alegro de que te acuerdes –exclamó con una amplia sonrisa-. Y tú, si no me equivoco, te llamas Irene, ¿verdad?
Ella asintió, asombrada.
-¿Cómo lo sabes?
-Ingo me ha hablado de ti.
-¿En serio…?
-Parece que lo has tratado muy bien.
-Qué… qué va. Qué exagerado –notó que se sonrojaba-. Es él quien me ha tratado bien a mí.
Emmet esbozó una sonrisa pícara.
-Y dime, ¿te ha hablado Ingo de mí? –le preguntó el hermano más joven.
Irene reflexionó unos segundos y negó con la cabeza.
-Ahora que lo pienso, Ingo apenas me cuenta nada sobre sí mismo –explicó, su mirada perdiéndose en la lejanía.
-Típico de él –murmuró Emmet-. Por suerte ya estoy yo para hablar de él.
El jefe del metro rio con un tono travieso.
-No creo que le guste que vayan contando cosas sobre él sin su permiso –replicó ella.
-Pero yo soy su hermano y velo por su seguridad. Si pienso que es necesario confiar en su nueva amiga, lo haré. No te preocupes, soy precavido.
-¿Y de qué me quieres hablar exactamente?
-De tu aparición en su vida –sonrió.
-Creo que de eso precisamente ya estoy enterada –bromeó ella.
-¿También del efecto que has tenido sobre mi hermano?
Irene pareció dudar.
-¿He tenido algún efecto sobre él? –repitió, impresionada.
Emmet asintió.
-¿Ves? Eso es algo que no sabes.
-Cierto. Pero… ¿Es algo bueno o malo?
-Es bueno, por supuesto.
Emmet la contempló en silencio, dejando un momento para que la muchacha reflexionara. Ella pareció sumergirse en sus pensamientos y cavilar acerca de lo que le había dicho el hermano de su amigo. Cuando volvió a mirar a Emmet, éste dijo con calma:
-¿Te importa si hablamos de ese tema?
-No, adelante.
Irene miró a su alrededor. La estación no estaba abarrotada, pero sí se veía una cantidad considerable de gente que iba y venía de unos andenes a otros. A pesar de ellos, tuvo la sensación de que Emmet y ella estaban solos, pues ningún viajero se fijaría en ellos. Era, de alguna forma, la magia de las grandes ciudades, aunque quizás también una de sus mayores tragedias. Volvió a fijar su atención en el hombre que estaba sentado a su lado cuando éste preguntó:
-¿Qué piensas de Ingo?
-Creo que ya he respondido a esa pregunta mil veces.
-Ah, pero ahora él no está presente, y yo quiero saber cuál es tu opinión.
-Aunque él estuviera aquí, respondería siempre lo mismo: la verdad –sonrió un tanto avergonzada-. Como siempre digo, me parece un buen hombre, inteligente, fuerte y que se preocupa por los demás.
Emmet permaneció unos segundos pensativo.
-¿Fuerte en qué sentido?
-Pues… Físicamente. Se enfrentó a un matón y le dio una buena paliza. Sabe atacar y defenderse bien. Supongo que psicológicamente también, no parece dejarse controlar por el primer impulso que tenga o cualquier pensamiento que se le pase por la cabeza.
-Me temo que debo discrepar en eso último –murmuró Emmet, su rostro tornándose serio.
-¿De verdad?
La preocupación la invadió de repente. No había imaginado que pudiera equivocarse en algo así. Sintió un extraño vacío en su interior, como si notara que estuviera a punto de conocer algo que cambiaría la visión que tenía hasta aquel momento.
-Psicológicamente es… -elucubró a media voz-. No diría débil. Más bien… Lo que ha pasado es que ha resistido demasiadas cosas y ha terminado por romperse. Pero no sabría decirte exactamente qué es ese algo que lo ha doblegado: hasta conmigo es muy reservado.
-No… No lo entiendo. Quizás Ingo sea raro, pero no creo que sea así. Quiero decir, no aparenta estar tan roto, aunque… Sé que no se quiere, pero… ¿Tanto…?
-Ya… Quizás debería hablarte de nuestro contexto primero. De nuestra vida…
>>Ingo y yo hemos estado juntos siempre. Bueno, casi siempre. Desde pequeños, en el colegio, los profesores intentaron separarnos para que aprendiéramos a trabajar individualmente, pero nos enfadábamos tanto que terminaron desistiendo y nos permitieron seguir juntos. Era una tontería, porque no tuvimos nunca problemas en trabajar por nuestra cuenta, a pesar de lo que creían todos. Es solo que Ingo y yo siempre hemos funcionado aún mejor si estábamos en equipo.
>>Al pasar tanto tiempo juntos es de suponer que nuestras personalidades fueran muy parecidas. Veíamos los mismos programas de televisión, teníamos los mismos amigos y jugábamos a los mismos juegos. Vestíamos igual, lo que provocaba que los demás, incluso nuestra familia, nos confundieran constantemente. Pero era divertido, podíamos fingir ser el otro…
Emmet sonrió con nostalgia antes de continuar:
-Entonces, cuando teníamos nueve años, todo cambió. Ingo fue con nuestros padres a comprar unas cosas en el supermercado. Yo me había quedado en casa haciendo los deberes. Digamos que por entonces yo ya era algo más travieso que mi hermano, así que me había quedado jugando mientras él hacía su tarea a tiempo. Cuando volvió a casa, venía acompañado de unos policías.
Irene notó que Emmet había perdido la sonrisa, miraba al suelo fijamente y había bajado la voz hasta que se había convertido en un murmullo. La pelirroja notó que un escalofrío recorría su cuerpo al pensar en lo que vendría después.
-Habían viajado en metro para ir a comprar, pero, al parecer, había habido un accidente, y nuestros padres… No volvieron a casa. Murieron allí.
La joven recibió la noticia como un mazazo. Se quedó paralizada, y por más que buscó qué palabras usar, su mente en blanco no se lo permitió.
-Nunca supe bien cómo ocurrió –continuó Emmet-. Ingo fue testigo de todo ello, aunque salió ileso del accidente. Sin embargo, pasó varios días en shock, así que no dijo palabra, y después no ha querido hablar nunca de ello. Lo único que me ha contado es que ocurrió muy rápido y que nuestros padres no sufrieron. Supongo que aún hoy sigue arrastrando un trauma que yo no comparto: el de ver a nuestros padres morir.
Irene tragó saliva al pensar en su propio caso.
-Desde aquel día, Ingo sufrió una gran transformación en su forma de ser. Se volvió más oscuro: ya no sonreía como antes, participaba menos en los juegos y a veces se recluía en su habitación durante horas, leyendo libros demasiado complejos para su edad y sin dirigirle la palabra a nadie. Aprendió a tocar el piano y el violín como una forma de entretenimiento, y pasaba horas escuchando y tocando música –frunció el ceño, como si recordara vivamente aquellos instantes-. Solía decirme que ese era su mejor analgésico, en una época en la que yo aún no sabía qué era un maldito analgésico –hizo una pausa, en la que buscó las palabras necesarias para expresar mejor sus sentimientos. Irene notó que no le resultaba fácil hablar de aquel tema-. Maduró de golpe. De repente me tuve que enfrentar al hecho de que había una enorme separación entre nosotros dos, los que siempre habíamos estado juntos. Fue duro, pero lo peor para mí fue aceptar que no era capaz de animarle y calmar su dolor. A pesar de todos mis esfuerzos, jamás logré entenderlo del todo. Eso me marcó para siempre, porque me sentía tan inútil…
>>Cuando crecimos tomamos la decisión de trabajar en el ejército. Allí el reglamento era muy estricto, lo que no ayudó precisamente a Ingo. Además, solíamos perder el contacto durante días, así que era incluso más difícil ayudarle si ni siquiera podía hablar con él… Fue un fracaso más para mí, ya que me había metido en el ejército para ayudarle y protegerle, pero no lo logré. El ambiente influyó aún más en la personalidad de Ingo, que se volvió incluso más oscuro que antes, y jamás llegué a saber qué había provocado aquel cambio. Nos vimos envueltos en misiones de asalto y más de una vez sufrimos heridas físicas… No era el mejor ambiente, definitivamente. Pasaron tres años hasta que nuestro contrato se acabó y pudimos salir de allí. Fue entonces cuando el mismo Ingo me sorprendió ofreciéndome trabajar aquí. Por supuesto, lo acepté, porque este lugar no tenía ni punto de comparación con el ejército. Pensé que trabajar aquí nos relajaría y a él lo ayudaría a mejorar y a aclarar sus pensamientos, pero… No funcionó. Ingo parecía recluirse más en sí mismo. No hablaba jamás de lo que sentía ni mostraba sentimiento alguno. Empezó a fumar y había noches en las que bebía tanto alcohol que tenía que llevarlo a casa en brazos. Cada vez tenía menos fuerzas, no era capaz de alegrarse con nada y lo único que hacía era trabajar con ahínco para distraerse de todo. Además, tenía cortas y turbulentas relaciones con mujeres que terminaron hundiéndolo más y más. Todo el mundo hablaba mal de él o discutía con él, y yo veía cómo su salud se iba deteriorando peligrosamente sin poder hacer nada para evitarlo. ¡Si ni siquiera sabía qué le había llevado a aquel estado!
De repente, Emmet hizo una pausa, respirando hondo.
-Un día salí a comprar algo para cenar al supermercado que hay enfrente de nuestra casa. Te lo digo ya, todas las cosas malas suceden cuando hay que ir a comprar algo.
Irene se estremeció y temió lo peor. No dijo nada, esperando que Emmet continuara su relato.
-Cuando salí de casa, Ingo estaba leyendo un libro tranquilamente. Yo fui al súper, cogí cuatro cosas y tuve la suerte de no encontrarme cola en la caja, así que regresé a casa más pronto de lo previsto. Al entrar, dejé la compra en la cocina y avisé a Ingo de mi regreso, pero no contestó. Pensé que quizás se habría sumergido demasiado en la lectura, como solía pasarle.
Hizo otra pausa y tomó aire. Irene notó que Emmet no paraba de mirar al suelo, pero la mente del jefe del metro no era consciente de lo que había allí mismo, sino que se concentraba en rememorar unas imágenes que, posiblemente, jamás podría olvidar.
-Fui al salón, pero no estaba allí. Lo llamé más alto, pero siguió sin responder. Al abrir la puerta de su dormitorio, lo vi tumbado en la cama. Supuse que le dolería la cabeza… Pero entonces vi algo en su muñeca.
Emmet tragó saliva. Se había llevado la mano al pecho, como si le doliera.
-Sangre –dijo al fin, su voz a punto de quebrarse.
Irene se quedó en shock. No podía creer lo que acababa de oír. No quería creerlo. Un largo y pesado silencio se cernió sobre ellos antes de que el hombre de blanco se atreviera a hablar de nuevo.
-Había intentado suicidarse.
-No… Ingo no…
-Mucho me temo que sí –afirmó Emmet, cerrando los ojos para contener las lágrimas que empezaban a acumularse.
Ambos se sentían terriblemente afligidos. A su alrededor, la estación se había vaciado, pero ninguno de los dos lo había notado.
-Enseguida llamé a una ambulancia. Por poco no lo perdí. Luego me enfadé mucho con él, muchísimo. El psicólogo de turno me echó la bronca. Según él, tenía que intentar comprenderle y ayudarle, no enfadarme. Eso me encolerizó… -una lágrima resbaló por su mejilla, pero no tardó en limpiársela con el reverso de su mano enguantada-. Había pasado años intentando que me contara qué le ocurría, estando a su lado a pesar de su rechazo, siendo su único apoyo, sin pedir nada a cambio, cuando ya nadie confiaba en él… Y él había intentando marcharse sin pensar ni un solo momento en cómo me sentiría yo…
Se tapó la cara con las manos, e Irene creyó apreciar un suave sollozo.
-Creo que rompí unas cuantas mesas…
La joven le puso una mano en el hombro. Él la observó apenado, e hizo un gesto que la invitaba a un abrazo. Ella aceptó y trató de consolarlo como pudo entre sus brazos.
-Y sigue sin confiar en mí –se lamentó él-. Esa es la historia.
-Lo siento, Emmet…
Se separaron y se contemplaron de nuevo. Emmet se secó las lágrimas y pareció calmarse lo suficiente como para seguir conversando.
-Tú pareces diferente. Has debido de tocar algo en su interior, no sé el qué, pero desde que apareciste tú él está más calmado. Parece que confía en ti, y eso es… genial.
Irene no pudo reprimir una sonrisa.
-Me alegra poder ayudar a alguien tan importante.
Emmet la miró a los ojos.
-¿Ingo es importante para ti?
-¡Claro! Él es un gran entrenador, al igual que tú…
-Pero, ¿y personalmente? En tu relación con él.
Irene lo contempló unos segundos. Emmet era físicamente igual que Ingo, pero le daba una sensación completamente diferente en cuestión de personalidad. Sin embargo, confiaba en él casi tanto como lo hacía en Ingo.
-Por supuesto que es importante. Me ha ayudado tanto… Ojalá yo también pudiera echarle una mano.
-Ya lo haces.
-Pero más aún.
-Creo que si sigues estando ahí lo curarás del todo.
Emmet le dedicó una amable sonrisa. Ella asintió, decidida.
-Gracias, Irene.

La joven pelirroja no volvió a ver a Ingo hasta que pasaron tres días, cuando fue a “visitarlo” al vigésimo primer vagón del Metro Batalla. Los días previos los había dedicado a entrenar a Litwick, además de pensar en lo que le había contado Emmet. Era obvio que tendría que fingir no saber nada, pero no se sentía capaz de volver a mirar a Ingo con los mismos ojos, y era consciente de que él averiguaría, tarde o temprano, que ella sabía algo que no debía. Así, una vez en el vagón, de pie frente a él, no sabía cómo actuar. Estaba muy nerviosa. ¿Qué podría decirle ahora? Él estaba sentado, leyendo un libro, y ella lo miraba fijamente.
-Y bien, ¿qué te ha contado Emmet? –preguntó al ver que Irene no reaccionaba tras haber permanecido de pie ante él, durante más de un minuto, sin decir nada.
Seguía sin levantar la vista del libro, aunque sabía perfectamente cuál era la expresión que pintaba el rostro de Irene.
-Nadie ha dicho que Emmet me haya contado algo.
-Me lo dijo él.
Irene sonrió nerviosa, mirando a otro lado. “A la mierda el plan”. Ingo cerró el libro de golpe, emitiendo un sonoro ruido, y la atravesó con la mirada.
-Emmet no quería meterte en problemas, así que me dijo que te había explicado nuestra historia. Lo que no sé es qué te ha contado exactamente.
-Es un secreto.
-Me afecta directamente –le refutó.
-Ya lo has vivido, no te estaría contando nada nuevo –sonrió ella con un deje travieso.
Ingo se levantó, dejando apenas unos centímetros de distancia entre ambos. Así aprovechaba el efecto intimidatorio que ofrecía su altura, aunque Irene no pareció inmutarse.
-No me gusta que mis secretos corran por ahí.
-No correrán, non preoccuparti.
-Irene… -murmuró, suplicante.
-No.
-No me obligues a chantajearte.
-No sé cómo vas a hacerlo –respondió ella lentamente.
Él apretó la mandíbula y entrecerró los ojos. La joven había vuelto a ganarle.
-¿Y si te venzo en nuestro combate me lo dirás?
-No –respondió, y rio.
-Así no quiero jugar contigo –se enfurruñó.
Pero jugó. Y ganó. Como ocurría siempre, el equipo de Irene se doblegó ante la fuerza de Chandelure. Esta vez Ingo no había tenido piedad, pues realmente deseaba ganar. Necesitaba ganar. Ella aceptó la derrota con dignidad y recibió con gusto los consejos de su amigo. Después se acercó a él, dejando de nuevo muy poco espacio entre ellos.
-Temo contarte lo que me dijo Emmet y que te enfades con él.
-Es decir, que estás dispuesta a contármelo si no le echo la bronca luego.
-Exacto. Él intenta protegerte, y cree que yo soy de confianza.
-Entonces cuéntamelo.
-¿Prometes no enfadarte con él?
Ingo suspiró.
-Que sí.
Irene tomó aire y lentamente dijo:
-Me explicó su punto de vista acerca de mi influencia sobre ti. Dice que te he curado. Según él, presenciaste el accidente de vuestros padres y tuviste problemas en el ejército, pero nunca le has contado qué pasó o cómo te sentías.
-Mmmm.
El rostro de Ingo parecía impenetrable, sin una sola arruga que pudiera mostrar alguna señal de que sintiera algo. Parecía estar hecho de piedra, como si aquel relato le resultara completamente ajeno.
-¿Por qué no confías en él? –le preguntó, apenada.
Ingo meditó su respuesta.
-No es tan fácil.
-Es tu hermano…
Al no obtener respuesta, Irene decidió ir directa al grano. Le tomó la mano izquierda y le palpó suavemente la muñeca, allí donde llevaba el reloj de acero. Él la miró taciturno.
-¿Ni siquiera podías confiar en él cuando ocurrió esto…?
Ingo bajó la mirada al suelo.
-Definitivamente no era tan fácil. Hay temas que son muy delicados.
-Deberías encontrar a alguien en quien confiar… Si te lo callas todo, te terminará matando.
Irene intentó buscar los ojos de Ingo, pero, por primera vez, fue él quien se sintió incómodo ante un cruce de miradas.
-No queremos que llegues al punto de que te mate, ¿lo sabes?
Aunque Irene no esperaba realmente que el hombre le contestara, le resultó extraño no oír una respuesta. Sabía que había tocado un punto muy sensible, aquel en el que su amigo, que en general se mostraba valiente, necesitaba encerrarse en sí mismo y no lograba hablar de ello con nadie.
-Yo te conté mi historia –finalizó ella-. Estaré aquí si quieres contarme la tuya.
Él volvió a mirarla al fin. Irene creyó por un instante que él iba a llorar. Entonces Ingo asintió, se dio la vuelta bruscamente y se alejó. La pelirroja lo miró temiendo haber dicho algo hiriente.
-Gracias –dijo Ingo al fin, dándole la espalda.
Poco después el tren se paró. Irene se despidió de su amigo, que no había vuelto a mirarla, y salió del vagón sintiéndose vacía. Había hecho todo lo que podía, pero no sentía que hubiera avanzado en algo.
Cuando Ingo oyó salir a los últimos pasajeros del tren, se dirigió de nuevo a los asientos. Se dejó caer sobre uno de ellos, apoyó los codos en sus rodillas en postura pensativa, y dejó por fin que las lágrimas rodaran por sus mejillas.

domingo, 5 de agosto de 2012

Capítulo 12: Conversación íntima.


Era media mañana y la cafetería de la Estación Radial estaba abarrotada. Ingo y Emmet tuvieron que valerse de su condición privilegiada como jefes del metro para poder encontrar un sitio donde sentarse a tomar un café.
-Esto en nuestros inicios no podíamos hacerlo –comentó Emmet.
-Beh, podría haberle gruñido a alguien para que nos dejaran un sitio –bromeó su hermano mayor.
Mientras bebían su café tranquilamente, Ingo recibió un mensaje en su móvil. Lo fue a mirar sin entusiasmo hasta que se sorprendió al ver que era de Irene. “Necesito verte”. Emmet leyó el mensaje por encima del hombro de su gemelo.
-Tiene buena pinta –sonrió, travieso.
-Calla, idiota. No es lo que piensas.
-¿Es la mujer de la que me hablaste?
-Sí.
-Y te envía ese mensaje… Debes de estar muy satisfecho ahora mismo.
Ingo respiró hondo.
-Si fuera para algo bueno…
-Quizás podáis arreglarlo de alguna manera –sugirió Emmet.
-No sé cómo –dijo Ingo, tomando un sorbo de café con resignación.
-Pues no sé… Por ejemplo… Puedes responderle “ven y te lo haré sobre la mesa de mi despacho” –propuso con tono travieso.
El mayor de los hermanos se atragantó, tosiendo con fuerza. Emmet no supo decir si Ingo estaba rojo por el atragantamiento o la vergüenza. Quizás fuera una mezcla de ambas… Cuando se calmó un poco, contestó con rabia:
-¿Por qué no se lo envías tú a Elesa?
-Buena idea –admitió, cogiendo su móvil con una sonrisa pícara. Cuando lo hubo enviado, preguntó-: ¿Es que ya no te gusta ella?
-Nunca he dicho que me guste.
-Pero dices que te importa más de lo que debería y tocas canciones por ella –dijo. Se acercó a su oído y murmuró-: Es obvio que te gusta.
Ingo tragó saliva. No respondió. Cogió el móvil y le escribió: “¿Quieres que nos veamos después de comer?”. Poco después ella le contestó afirmativamente.

Irene llegó a la Estación Radial a esa hora en la que todo el mundo descansaba y los andenes estaban vacíos. Había caminado hacia allí más tranquila que días atrás, pues sabía que nadie la perseguía por el momento. Vio a Ingo apoyado en la columna central, esperándola pacientemente. La aguardó hasta que ella estaba a un solo paso de él, mirándola desde arriba por la gran diferencia de altura.
-Gracias por venir –le dijo ella nada más llegar.
-No hay por qué darlas. ¿Ha ocurrido algo?
-Bueno… Hablé con Looker ya. No mucho, pero le di toda la información que pude.
-Ah, está bien. ¿Fue difícil?
-Un poco…
Hizo una pequeña pausa antes de mirarlo y palparle los brazos con curiosidad.
-No te has roto –dijo.
-¿Por qué lo dices? –preguntó Ingo sin comprender.
-Ayer saltaste por una ventana y no te hiciste daño.
-Uno tiene sus trucos –le guiñó el ojo a Irene.
-Trucos, o suerte…
-Experiencia. No quieras saber qué cosas he hecho en el metro.
Ella lo miró sorprendida. Acto seguido le dedicó una sonrisa. Él se la devolvió.
-¿Algo más, señorita?
-Sí. Looker te contó de qué quería hablarme, ¿verdad?
-Cierto. Estaba preocupado porque no sabía cómo abordar el tema contigo.
Irene le apretó los brazos ligeramente. Él la notaba tensa.
-¿Qué ocurre?
-¿Me… me escucharías si quisiera contártelo a ti también?
-¿Y eso?
-Porque confío en ti.
El alto hombre la miró a los ojos. Ella, a pesar de su sonrisa, le lanzaba una mirada triste. Ingo asintió lentamente.
-Supongo que preferirás un sitio más privado.
Ella miró a su alrededor. La estación estaba completamente vacía.
-No será mucho más íntimo que esto ahora –rio.
Ingo también emitió una breve risa. Después, la cogió de la mano y la llevó con suavidad hacia los túneles. En público era un hombre recto, pero como no había nadie allí en ese momento, se permitió mostrar aquel pequeño gesto cariñoso. Ella lo recibió con inusual felicidad.

Llegaron a los túneles donde habían estado hablando la segunda vez que se encontraron. Como en la ocasión anterior, fueron caminando al borde de las vías, iluminando el camino con la lámpara de aspecto antiguo de Ingo.
-Te noto más tranquilo de lo normal –comentó Irene.
-Cierto.
Irene sonrió. Ella también se sentía más cómoda. Recordó que la vez anterior no confiaba aún en Ingo, y llegó incluso a enfadarse con él. Además, por entonces, el jefe del metro aún no sabía nada sobre ella. Se dio cuenta de que muchas cosas habían cambiado en un periodo de tiempo muy corto. Poco a poco había ido cogiendo más confianza con él, sobre todo desde que la salvó del ataque del matón. A pesar de que Ingo no era un hombre fácil de tratar, ella sentía que lo comprendía muy bien. Era más, ya no se asustaba de los trucos o acciones extrañas que él realizaba a menudo. Cuando se le conocía mejor, él se mostraba como un buen hombre dispuesto a darlo todo por aquellos que le concedían una oportunidad.
-¿Y bien, qué querías contarme?
-Mmmm… ¿Puedo saber qué te contó Looker previamente?
-Que había descubierto que tu padre mató a tu madre.
-¿Y ya?
-¿Te parece poco?
Irene lo miro con una sonrisa triste. Aquel hombre, a pesar de su extrema sinceridad, que a veces podía resultar dañina, también podía llegar a mostrar una sensibilidad y delicadeza extrañas pero gratificantes. Eso era algo que a ella le gustaba mucho de él, pues la hacía sentir más segura.
-Looker me preguntó lo mismo, y le di la misma respuesta. ¿Por qué sois tan fríos al hablar de ese tema? Debería afectaros, sobre todo a ti –comentó él.
-Tienes razón –concedió Irene-. Es solo que si no intento ser objetiva, me pasaría el día llorando.
-No necesitas ser objetiva conmigo.
Ella sonrió y asintió como toda respuesta.
-¿Y qué más? ¿Qué le contaste tú a él? –prosiguió Ingo.
-Pues… Le di la fecha en la que ocurrió el asesinato. El 8 de abril hace once años, la noche que hui de casa.
-Recuerdo que Looker estuvo especulando acerca de si el crimen fue lo que te llevó a huir o no.
-Sí… Lo siento.
Ingo paró en seco, mirándola estupefacto.
-¿Qué? ¿Por qué?
-Te mentí. Te dije que había huido porque mi padre me había amenazado, pero no te dije que previamente había sido testigo del asesinato de mi madre.
-Oh, venga… -bufó él-. No tienes que disculparte por eso.
-No me gusta mentir.
-No mentiste, me ocultaste un detalle que ni siquiera tenías por qué revelarme.
-Pero tú confías en mí, ¿verdad? –preguntó ella, sintiéndose culpable.
-Eso no significa que debas contármelo todo. No es malo tener secretos que no sepa nadie, ni la persona a la que más quieras, así que no te preocupes. Además, yo también te oculto cosas. ¿Dejarás de confiar en mí si no te las cuento?
Irene reflexionó unos segundos.
-Supongo que no.
-Bien. Aunque claro, si esos secretos tuvieran que salir a la luz, sé a quién se los confiaría.
La joven asintió.
-No tienes que contármelo todo si no quieres. Ni aunque te insista. Pero si necesitas a alguien con quien desahogarte, como ahora, aquí estoy.
-Gracias –murmuró ella, mirándolo con un deje de timidez.
-Para eso estoy.
Reanudaron la marcha y permanecieron en silencio durante unos minutos. Tras ese lapso de tiempo, Irene decidió retomar la conversación.
-Looker cree que Gianni mató a mi madre por alguna razón especial. Yo no estoy tan segura de ello.
-¿Por qué?
-Él la maltrataba desde siempre.
-¿La, u os?
-…Nos –rectificó en voz casi inaudible.
-¿Era un machista? ¿Un manipulador?
-Sí, eso creo. Para él, Giulia era de su propiedad y la trataba como a él le apetecía. Si ella no obedecía, le daba una paliza. Conmigo era igual.
Ingo la observó apenado. Ella prestaba atención al suelo que iba pisando.
-Fueron muchos años así. Él la pegaba constantemente, a veces sin motivo. Cuando yo hacía algo que a él no le gustaba, ella me protegía y muchas veces recibía mi parte del castigo.
De repente, Irene dejó de hablar. Ingo tardó unos segundos en darse cuenta de que la muchacha lloraba en silencio. Sin dudarlo un solo momento, la rodeó con sus firmes brazos, atrayéndola hacia él. Ella le devolvió el abrazo, llorando en su pecho. Permanecieron juntos, sin decir palabra, hasta que la joven consiguió calmarse un poco.
-Tranquila, está bien… -le susurró él.
-Lo siento…
-Vuelve a disculparte y me enfado.
Irene rio como pudo.
-No dudo que lo harías –comentó.
-Avisada quedas.
Ella lo miró a los ojos entre lágrimas. Él se las limpió suavemente con sus manos enguantadas.
-Ya veo que no fue fácil. Y entonces, un día… Ocurrió –conjeturó Ingo, tratando de seguir con la conversación.
-Sí. Habían discutido, como todas las noches. Gianni debía de estar algo borracho y llegó a casa gritando y dando fuertes golpes a los muebles. Mi madre me pidió que me encerrara en la habitación, supongo que porque ya preveía lo que iba a ocurrir. Allí dentro, a oscuras, tan solo deseaba que todo acabara de una vez. Odiaba sufrir y odiaba verla sufrir… Ella llevaba años destrozada. Solía decirme que había perdido las ganas de vivir y que yo me había convertido en su última esperanza. Era lo único que le quedaba, su hija… Jamás podré olvidar esas palabras.
Reprimió las lágrimas como pudo, aunque alguna llegó a escapar rodando por su mejilla.
-Pero todas las noches era igual –continuó-. Gianni siempre estaba enfadado. Le he dado muchas vueltas, pero nunca he conseguido averiguar por qué aquella noche la cosa fue a peor.
-¿Pudo ser un accidente?
-No, definitivamente no. Él quería matarla, no cabe duda. Si fuera un accidente, no la habría… descuartizado.
Ella tragó saliva. Ingo se quedó en shock, incapaz de procesar la última frase. Su mirada quedó fija en el vacío. Unos segundos después, pareció volver a ser consciente de la realidad.
-¿Estás bien? –preguntó Irene, preocupada.
-Sí… Sí, claro. Creo… -hizo una breve pausa para aclararse la garganta-. Creo que Looker podría tener razón.
-Yo creo que simplemente decidió que ella ya no le hacía falta. La odiaba, solo le traía desgracias, o eso decía Gianni…
-¿Qué desgracias podría traerle una mujer? –se preguntó Ingo, incrédulo.
-Una hija no deseada, por ejemplo.
El jefe del metro se quedó sin palabras. La tomó de los hombros y volvió a atraerla hacia sí mismo, abrazándola con mucha fuerza, como si no quisiera dejarla ir.
-¿Tú, no deseada? Él, un auténtico subnormal por no apreciarte.
Irene sonrió un poco al escuchar esas palabras.
-Ayer dijiste que pensabas que la mafia te estaba dejando vivir. Al parecer, Gianni también odiaba a Giulia y, sin embargo, también tardó en matarla. Creo que tuvo que haber una buena razón tras el asesinato, no simple odio.
-Es la misma teoría que sostiene Looker.
-Dime… ¿Piensas de verdad que no hay una razón, o es que te da miedo descubrirla?
La joven se mordió el labio.
-Sí, te da miedo –adivinó Ingo.
-Era mi madre… -se lamentó, con un hilo de voz.
-Lo sé. Y sé que es duro. Lo digo por experiencia.
Ella quiso preguntarle a qué se refería, pero temió meterse donde no debía. Él suspiró.
-Confía en Looker, anda. No es tan tonto como parece.
Irene asintió apesadumbrada. No le quedaba más remedio.
-¿Hay algo más que quieras contarme?
-No, eso es todo. Por cierto, Looker no sabe algunas de las cosas que te he contado.
-No le diré nada, te lo prometo. Tu secreto está a salvo conmigo.
-Muchas gracias, de verdad.
Ingo le dedicó una breve sonrisa.
-Eres un buen hombre –le dijo ella.
-Dices eso porque te has criado con un maltratador. No soy bueno.
-Sí, me he criado rodeada de malas personas. Por eso puedo afirmar que tú no tienes nada que ver con ellos.
-¿Nada?
-Nada.
El jefe del metro la miró en silencio.
-Precisamente porque me he criado con lo peor soy capaz ahora de apreciar lo mejor que tengo. ¿Qué pasa contigo? ¿Qué la gente te critica por enfadarte a menudo? Los que lo hacen no han visto a un maltratador en la vida. Es más, ellos son los primeros en enfadarse por tonterías mucho mayores. Y ni siquiera dan la cara.
-Pero alguna vez he llegado a molestarte…
-Y yo a ti –le rebatió Irene.
-No lo has hecho –replicó él, extrañado.
-Ni tú tampoco.
Ingo apretó los labios, frustrado.
-Nada de excusas –lo avisó la joven.
-Eres difícil –protestó él.
-Tú también.
-Pero tú me dices cosas buenas que no puedo rebatir.
-Tú me ganas en un combate pokemon y yo te gano en una conversación de decir cosas buenas.
El jefe del metro frunció el ceño.
-Debí haberte dejado ganar.
-No habría cambiado mi idea sobre ti.
-No me habrías dicho que me admiras.
-O quizás sí –sugirió ella, juguetona.
Ingo la atravesó con la mirada.
-Adoro que te enfades.
-Lo cual es lo más normal del mundo –dijo él sarcásticamente.
-Me encanta tu sarcasmo –admitió ella, sonriente.
Había comenzado a dar vueltas en torno a él, tratando de hacerse la misteriosa. Ingo permaneció en la misma postura firme, observándola de reojo.
-¿Hay algo que no te guste? –preguntó Ingo, aún irónico.
-No me gusta que te odies tanto –confesó con seriedad.
-Es que yo soy así.
-No me vale esa excusa.
-¿Por qué? Todos tenemos defectos.
-Sigues usando excusas. Sí, todos tenemos defectos, y virtudes. Pero no quiero que solo veas los defectos y ninguna virtud.
-Yo no tengo virtudes.
-¿Me vas a hacer repetírtelas de nuevo? –dijo Irene, poniéndose de puntillas y agarrándolo del cuello del abrigo.
-Puedes repetírmelas si quieres, pero te equivocas.
-Eres un idiota.
Lo miró a los ojos con intensidad.
-Lo sé.
-Y eso me gusta. Es tu defecto y está bien. Y tus virtudes están aún mejor. Pero no quiero que te odies. Tan solo te pido eso. Como amiga.
Irene no apartó la mirada de los ojos grises de Ingo. Éste se mostraba entristecido, sin encontrar palabras para replicarle. La joven lo soltó al fin y se retiró de él unos pasos. Miró a su alrededor, consultó la hora y le sugirió que volvieran a la estación. Él asintió y recogió la lámpara, que había dejado antes en el suelo. Cuando se irguió, Irene ya había comenzado a caminar.
-¡Te admiro! –le gritó con alegría.
Ingo se quedó completamente paralizado. Se sentía terriblemente desconsolado. Al final, murmuró, casi inaudiblemente:
-Te quiero.


*  *  *

No estoy muy segura de la última frase. En teoría, para los germanoparlantes, la frase "te amo" tiene sentido para ellos, pero la frase "te quiero" no la tendría. Igualmente considero que Ingo es la clase de persona que absorbe las estructuras lingüísticas extranjeras y las pone en práctica aunque literalmente no tengan demasiado sentido en su idioma. Supongo que puede pasar sin problemas, pues habla el idioma con gran fluidez, y lleva muchos años y muchas lecturas a sus espaldas.

Problemas de filólogos OTL