-Esta es la canción más triste que te he
oído tocar jamás –dijo Emmet al entrar por la puerta del despacho.
Ingo lo ignoró y siguió tocando la
melancólica composición con su viejo violín. Cuando finalizó la larga melodía,
Emmet insistió:
-¿Ha ocurrido algo con la mujer esa?
El hermano mayor suspiró pesadamente.
-Tenías razón. Me gusta.
Le contó todo lo que había ocurrido en los
túneles del metro unas horas antes.
Al día siguiente, Irene aprovechó la mañana
para comenzar de nuevo el reto del Metro Batalla. Esta vez lo intentó con
Litwick, pues era la única oportunidad que tenía de entrenarlo, ya que salir a
las afueras de Nimbasa podría resultar peligroso. Era consciente de que no superaría
un gran número de vagones, pero se enfrentó a sus contrincantes con gran
entusiasmo. El pequeño Litwick parecía feliz de poder luchar junto a ella y se
esforzó al máximo.
Llegaron hasta el sexto vagón, donde
perdieron contra un Drilbur. Irene le agradeció a Litwick su trabajo dándole
unos dulces cuando bajaron del tren. Al fin y al cabo, habían llegado mucho más
lejos de lo que habían previsto, y no podían disimular la satisfacción que aquella
pequeña victoria les había producido. Para poder alimentar a su pokemon con
mayor comodidad buscó un banco en la estación donde sentarse. Allí, rodeada de
su equipo pokemon, al que también estaba alimentando, fue donde la encontró
Emmet. El jefe del metro había pasado la mañana preguntando a los entrenadores
si habían visto a la pelirroja, y, como ya era una entrenadora conocida por allí,
no le había resultado difícil encontrarla. Al verla, se acercó con una amable
sonrisa que no dejaba duda acerca de sus amistosas intenciones.
-¿Podría sentarme a tu lado?
Irene, a la que la visita de Emmet
sorprendió notablemente, asintió con timidez.
-Tienes un equipo muy fuerte –la halagó él.
-Gracias –sonrió ella. Sus pokemon
emitieron asimismo sonidos de agradecimiento.
-Mmmm… No sé si sabrás quién soy…
-Oh, sí. Eres Emmet. Nos vimos una vez en
la cafetería y me recomendaste algo para comer.
-¡Ah! Me alegro de que te acuerdes –exclamó
con una amplia sonrisa-. Y tú, si no me equivoco, te llamas Irene, ¿verdad?
Ella asintió, asombrada.
-¿Cómo lo sabes?
-Ingo me ha hablado de ti.
-¿En serio…?
-Parece que lo has tratado muy bien.
-Qué… qué va. Qué exagerado –notó que se
sonrojaba-. Es él quien me ha tratado bien a mí.
Emmet esbozó una sonrisa pícara.
-Y dime, ¿te ha hablado Ingo de mí? –le
preguntó el hermano más joven.
Irene reflexionó unos segundos y negó con
la cabeza.
-Ahora que lo pienso, Ingo apenas me cuenta
nada sobre sí mismo –explicó, su mirada perdiéndose en la lejanía.
-Típico de él –murmuró Emmet-. Por suerte
ya estoy yo para hablar de él.
El jefe del metro rio con un tono travieso.
-No creo que le guste que vayan contando
cosas sobre él sin su permiso –replicó ella.
-Pero yo soy su hermano y velo por su
seguridad. Si pienso que es necesario confiar en su nueva amiga, lo haré. No te
preocupes, soy precavido.
-¿Y de qué me quieres hablar exactamente?
-De tu aparición en su vida –sonrió.
-Creo que de eso precisamente ya estoy
enterada –bromeó ella.
-¿También del efecto que has tenido sobre
mi hermano?
Irene pareció dudar.
-¿He tenido algún efecto sobre él?
–repitió, impresionada.
Emmet asintió.
-¿Ves? Eso es algo que no sabes.
-Cierto. Pero… ¿Es algo bueno o malo?
-Es bueno, por supuesto.
Emmet la contempló en silencio, dejando un
momento para que la muchacha reflexionara. Ella pareció sumergirse en sus
pensamientos y cavilar acerca de lo que le había dicho el hermano de su amigo.
Cuando volvió a mirar a Emmet, éste dijo con calma:
-¿Te importa si hablamos de ese tema?
-No, adelante.
Irene miró a su alrededor. La estación no
estaba abarrotada, pero sí se veía una cantidad considerable de gente que iba y
venía de unos andenes a otros. A pesar de ellos, tuvo la sensación de que Emmet
y ella estaban solos, pues ningún viajero se fijaría en ellos. Era, de alguna
forma, la magia de las grandes ciudades, aunque quizás también una de sus
mayores tragedias. Volvió a fijar su atención en el hombre que estaba sentado a
su lado cuando éste preguntó:
-¿Qué piensas de Ingo?
-Creo que ya he respondido a esa pregunta
mil veces.
-Ah, pero ahora él no está presente, y yo
quiero saber cuál es tu opinión.
-Aunque él estuviera aquí, respondería
siempre lo mismo: la verdad –sonrió un tanto avergonzada-. Como siempre digo,
me parece un buen hombre, inteligente, fuerte y que se preocupa por los demás.
Emmet permaneció unos segundos pensativo.
-¿Fuerte en qué sentido?
-Pues… Físicamente. Se enfrentó a un matón
y le dio una buena paliza. Sabe atacar y defenderse bien. Supongo que
psicológicamente también, no parece dejarse controlar por el primer impulso que
tenga o cualquier pensamiento que se le pase por la cabeza.
-Me temo que debo discrepar en eso último
–murmuró Emmet, su rostro tornándose serio.
-¿De verdad?
La preocupación la invadió de repente. No
había imaginado que pudiera equivocarse en algo así. Sintió un extraño vacío en
su interior, como si notara que estuviera a punto de conocer algo que cambiaría
la visión que tenía hasta aquel momento.
-Psicológicamente es… -elucubró a media
voz-. No diría débil. Más bien… Lo que ha pasado es que ha resistido demasiadas
cosas y ha terminado por romperse. Pero no sabría decirte exactamente qué es
ese algo que lo ha doblegado: hasta conmigo es muy reservado.
-No… No lo entiendo. Quizás Ingo sea raro,
pero no creo que sea así. Quiero decir, no aparenta estar tan roto, aunque… Sé
que no se quiere, pero… ¿Tanto…?
-Ya… Quizás debería hablarte de nuestro
contexto primero. De nuestra vida…
>>Ingo y yo hemos estado juntos
siempre. Bueno, casi siempre. Desde pequeños, en el colegio, los profesores
intentaron separarnos para que aprendiéramos a trabajar individualmente, pero
nos enfadábamos tanto que terminaron desistiendo y nos permitieron seguir
juntos. Era una tontería, porque no tuvimos nunca problemas en trabajar por
nuestra cuenta, a pesar de lo que creían todos. Es solo que Ingo y yo siempre
hemos funcionado aún mejor si estábamos en equipo.
>>Al pasar tanto tiempo juntos es de
suponer que nuestras personalidades fueran muy parecidas. Veíamos los mismos
programas de televisión, teníamos los mismos amigos y jugábamos a los mismos
juegos. Vestíamos igual, lo que provocaba que los demás, incluso nuestra
familia, nos confundieran constantemente. Pero era divertido, podíamos fingir
ser el otro…
Emmet sonrió con nostalgia antes de
continuar:
-Entonces, cuando teníamos nueve años, todo
cambió. Ingo fue con nuestros padres a comprar unas cosas en el supermercado.
Yo me había quedado en casa haciendo los deberes. Digamos que por entonces yo
ya era algo más travieso que mi hermano, así que me había quedado jugando
mientras él hacía su tarea a tiempo. Cuando volvió a casa, venía acompañado de
unos policías.
Irene notó que Emmet había perdido la
sonrisa, miraba al suelo fijamente y había bajado la voz hasta que se había
convertido en un murmullo. La pelirroja notó que un escalofrío recorría su
cuerpo al pensar en lo que vendría después.
-Habían viajado en metro para ir a comprar,
pero, al parecer, había habido un accidente, y nuestros padres… No volvieron a
casa. Murieron allí.
La joven recibió la noticia como un mazazo.
Se quedó paralizada, y por más que buscó qué palabras usar, su mente en blanco
no se lo permitió.
-Nunca supe bien cómo ocurrió –continuó
Emmet-. Ingo fue testigo de todo ello, aunque salió ileso del accidente. Sin
embargo, pasó varios días en shock, así que no dijo palabra, y después no ha
querido hablar nunca de ello. Lo único que me ha contado es que ocurrió muy
rápido y que nuestros padres no sufrieron. Supongo que aún hoy sigue
arrastrando un trauma que yo no comparto: el de ver a nuestros padres morir.
Irene tragó saliva al pensar en su propio
caso.
-Desde aquel día, Ingo sufrió una gran
transformación en su forma de ser. Se volvió más oscuro: ya no sonreía como
antes, participaba menos en los juegos y a veces se recluía en su habitación
durante horas, leyendo libros demasiado complejos para su edad y sin dirigirle
la palabra a nadie. Aprendió a tocar el piano y el violín como una forma de
entretenimiento, y pasaba horas escuchando y tocando música –frunció el ceño,
como si recordara vivamente aquellos instantes-. Solía decirme que ese era su
mejor analgésico, en una época en la que yo aún no sabía qué era un maldito
analgésico –hizo una pausa, en la que buscó las palabras necesarias para
expresar mejor sus sentimientos. Irene notó que no le resultaba fácil hablar de
aquel tema-. Maduró de golpe. De repente me tuve que enfrentar al hecho de que
había una enorme separación entre nosotros dos, los que siempre habíamos estado
juntos. Fue duro, pero lo peor para mí fue aceptar que no era capaz de animarle
y calmar su dolor. A pesar de todos mis esfuerzos, jamás logré entenderlo del
todo. Eso me marcó para siempre, porque me sentía tan inútil…
>>Cuando crecimos tomamos la decisión
de trabajar en el ejército. Allí el reglamento era muy estricto, lo que no
ayudó precisamente a Ingo. Además, solíamos perder el contacto durante días,
así que era incluso más difícil ayudarle si ni siquiera podía hablar con él… Fue
un fracaso más para mí, ya que me había metido en el ejército para ayudarle y
protegerle, pero no lo logré. El ambiente influyó aún más en la personalidad de
Ingo, que se volvió incluso más oscuro que antes, y jamás llegué a saber qué
había provocado aquel cambio. Nos vimos envueltos en misiones de asalto y más
de una vez sufrimos heridas físicas… No era el mejor ambiente, definitivamente.
Pasaron tres años hasta que nuestro contrato se acabó y pudimos salir de allí.
Fue entonces cuando el mismo Ingo me sorprendió ofreciéndome trabajar aquí. Por
supuesto, lo acepté, porque este lugar no tenía ni punto de comparación con el
ejército. Pensé que trabajar aquí nos relajaría y a él lo ayudaría a mejorar y
a aclarar sus pensamientos, pero… No funcionó. Ingo parecía recluirse más en sí
mismo. No hablaba jamás de lo que sentía ni mostraba sentimiento alguno. Empezó
a fumar y había noches en las que bebía tanto alcohol que tenía que llevarlo a
casa en brazos. Cada vez tenía menos fuerzas, no era capaz de alegrarse con
nada y lo único que hacía era trabajar con ahínco para distraerse de todo.
Además, tenía cortas y turbulentas relaciones con mujeres que terminaron
hundiéndolo más y más. Todo el mundo hablaba mal de él o discutía con él, y yo
veía cómo su salud se iba deteriorando peligrosamente sin poder hacer nada para
evitarlo. ¡Si ni siquiera sabía qué le había llevado a aquel estado!
De repente, Emmet hizo una pausa,
respirando hondo.
-Un día salí a comprar algo para cenar al
supermercado que hay enfrente de nuestra casa. Te lo digo ya, todas las cosas
malas suceden cuando hay que ir a comprar algo.
Irene se estremeció y temió lo peor. No
dijo nada, esperando que Emmet continuara su relato.
-Cuando salí de casa, Ingo estaba leyendo
un libro tranquilamente. Yo fui al súper, cogí cuatro cosas y tuve la suerte de
no encontrarme cola en la caja, así que regresé a casa más pronto de lo
previsto. Al entrar, dejé la compra en la cocina y avisé a Ingo de mi regreso,
pero no contestó. Pensé que quizás se habría sumergido demasiado en la lectura,
como solía pasarle.
Hizo otra pausa y tomó aire. Irene notó que
Emmet no paraba de mirar al suelo, pero la mente del jefe del metro no era
consciente de lo que había allí mismo, sino que se concentraba en rememorar
unas imágenes que, posiblemente, jamás podría olvidar.
-Fui al salón, pero no estaba allí. Lo
llamé más alto, pero siguió sin responder. Al abrir la puerta de su dormitorio,
lo vi tumbado en la cama. Supuse que le dolería la cabeza… Pero entonces vi
algo en su muñeca.
Emmet tragó saliva. Se había llevado la
mano al pecho, como si le doliera.
-Sangre –dijo al fin, su voz a punto de
quebrarse.
Irene se quedó en shock. No podía creer lo
que acababa de oír. No quería creerlo. Un largo y pesado silencio se cernió
sobre ellos antes de que el hombre de blanco se atreviera a hablar de nuevo.
-Había intentado suicidarse.
-No… Ingo no…
-Mucho me temo que sí –afirmó Emmet,
cerrando los ojos para contener las lágrimas que empezaban a acumularse.
Ambos se sentían terriblemente afligidos. A
su alrededor, la estación se había vaciado, pero ninguno de los dos lo había
notado.
-Enseguida llamé a una ambulancia. Por poco
no lo perdí. Luego me enfadé mucho con él, muchísimo. El psicólogo de turno me
echó la bronca. Según él, tenía que intentar comprenderle y ayudarle, no
enfadarme. Eso me encolerizó… -una lágrima resbaló por su mejilla, pero no
tardó en limpiársela con el reverso de su mano enguantada-. Había pasado años
intentando que me contara qué le ocurría, estando a su lado a pesar de su
rechazo, siendo su único apoyo, sin pedir nada a cambio, cuando ya nadie
confiaba en él… Y él había intentando marcharse sin pensar ni un solo momento
en cómo me sentiría yo…
Se tapó la cara con las manos, e Irene
creyó apreciar un suave sollozo.
-Creo que rompí unas cuantas mesas…
La joven le puso una mano en el hombro. Él
la observó apenado, e hizo un gesto que la invitaba a un abrazo. Ella aceptó y
trató de consolarlo como pudo entre sus brazos.
-Y sigue sin confiar en mí –se lamentó él-.
Esa es la historia.
-Lo siento, Emmet…
Se separaron y se contemplaron de nuevo.
Emmet se secó las lágrimas y pareció calmarse lo suficiente como para seguir
conversando.
-Tú pareces diferente. Has debido de tocar
algo en su interior, no sé el qué, pero desde que apareciste tú él está más
calmado. Parece que confía en ti, y eso es… genial.
Irene no pudo reprimir una sonrisa.
-Me alegra poder ayudar a alguien tan
importante.
Emmet la miró a los ojos.
-¿Ingo es importante para ti?
-¡Claro! Él es un gran entrenador, al igual
que tú…
-Pero, ¿y personalmente? En tu relación con
él.
Irene lo contempló unos segundos. Emmet era
físicamente igual que Ingo, pero le daba una sensación completamente diferente
en cuestión de personalidad. Sin embargo, confiaba en él casi tanto como lo
hacía en Ingo.
-Por supuesto que es importante. Me ha
ayudado tanto… Ojalá yo también pudiera echarle una mano.
-Ya lo haces.
-Pero más aún.
-Creo que si sigues estando ahí lo curarás
del todo.
Emmet le dedicó una amable sonrisa. Ella
asintió, decidida.
-Gracias, Irene.
La joven pelirroja no volvió a ver a Ingo
hasta que pasaron tres días, cuando fue a “visitarlo” al vigésimo primer vagón
del Metro Batalla. Los días previos los había dedicado a entrenar a Litwick,
además de pensar en lo que le había contado Emmet. Era obvio que tendría que
fingir no saber nada, pero no se sentía capaz de volver a mirar a Ingo con los
mismos ojos, y era consciente de que él averiguaría, tarde o temprano, que ella
sabía algo que no debía. Así, una vez en el vagón, de pie frente a él, no sabía
cómo actuar. Estaba muy nerviosa. ¿Qué podría decirle ahora? Él estaba sentado,
leyendo un libro, y ella lo miraba fijamente.
-Y bien, ¿qué te ha contado Emmet? –preguntó
al ver que Irene no reaccionaba tras haber permanecido de pie ante él, durante
más de un minuto, sin decir nada.
Seguía sin levantar la vista del libro,
aunque sabía perfectamente cuál era la expresión que pintaba el rostro de
Irene.
-Nadie ha dicho que Emmet me haya contado
algo.
-Me lo dijo él.
Irene sonrió nerviosa, mirando a otro lado.
“A la mierda el plan”. Ingo cerró el libro de golpe, emitiendo un sonoro ruido,
y la atravesó con la mirada.
-Emmet no quería meterte en problemas, así
que me dijo que te había explicado nuestra historia. Lo que no sé es qué te ha
contado exactamente.
-Es un secreto.
-Me afecta directamente –le refutó.
-Ya lo has vivido, no te estaría contando
nada nuevo –sonrió ella con un deje travieso.
Ingo se levantó, dejando apenas unos centímetros
de distancia entre ambos. Así aprovechaba el efecto intimidatorio que ofrecía
su altura, aunque Irene no pareció inmutarse.
-No me gusta que mis secretos corran por ahí.
-No correrán, non preoccuparti.
-Irene… -murmuró, suplicante.
-No.
-No me obligues a chantajearte.
-No sé cómo vas a hacerlo –respondió ella
lentamente.
Él apretó la mandíbula y entrecerró los
ojos. La joven había vuelto a ganarle.
-¿Y si te venzo en nuestro combate me lo
dirás?
-No –respondió, y rio.
-Así no quiero jugar contigo –se enfurruñó.
Pero jugó. Y ganó. Como ocurría siempre, el
equipo de Irene se doblegó ante la fuerza de Chandelure. Esta vez Ingo no había
tenido piedad, pues realmente deseaba ganar. Necesitaba ganar. Ella aceptó la derrota con dignidad y recibió con
gusto los consejos de su amigo. Después se acercó a él, dejando de nuevo muy
poco espacio entre ellos.
-Temo contarte lo que me dijo Emmet y que
te enfades con él.
-Es decir, que estás dispuesta a contármelo
si no le echo la bronca luego.
-Exacto. Él intenta protegerte, y cree que
yo soy de confianza.
-Entonces cuéntamelo.
-¿Prometes no enfadarte con él?
Ingo suspiró.
-Que sí.
Irene tomó aire y lentamente dijo:
-Me explicó su punto de vista acerca de mi
influencia sobre ti. Dice que te he curado. Según él, presenciaste el accidente
de vuestros padres y tuviste problemas en el ejército, pero nunca le has
contado qué pasó o cómo te sentías.
-Mmmm.
El rostro de Ingo parecía impenetrable, sin
una sola arruga que pudiera mostrar alguna señal de que sintiera algo. Parecía
estar hecho de piedra, como si aquel relato le resultara completamente ajeno.
-¿Por qué no confías en él? –le preguntó,
apenada.
Ingo meditó su respuesta.
-No es tan fácil.
-Es tu hermano…
Al no obtener respuesta, Irene decidió ir
directa al grano. Le tomó la mano izquierda y le palpó suavemente la muñeca,
allí donde llevaba el reloj de acero. Él la miró taciturno.
-¿Ni siquiera podías confiar en él cuando
ocurrió esto…?
Ingo bajó la mirada al suelo.
-Definitivamente no era tan fácil. Hay
temas que son muy delicados.
-Deberías encontrar a alguien en quien
confiar… Si te lo callas todo, te terminará matando.
Irene intentó buscar los ojos de Ingo,
pero, por primera vez, fue él quien se sintió incómodo ante un cruce de
miradas.
-No queremos que llegues al punto de que te
mate, ¿lo sabes?
Aunque Irene no esperaba realmente que el
hombre le contestara, le resultó extraño no oír una respuesta. Sabía que había
tocado un punto muy sensible, aquel en el que su amigo, que en general se
mostraba valiente, necesitaba encerrarse en sí mismo y no lograba hablar de
ello con nadie.
-Yo te conté mi historia –finalizó ella-. Estaré
aquí si quieres contarme la tuya.
Él volvió a mirarla al fin. Irene creyó por
un instante que él iba a llorar. Entonces Ingo asintió, se dio la vuelta
bruscamente y se alejó. La pelirroja lo miró temiendo haber dicho algo
hiriente.
-Gracias –dijo Ingo al fin, dándole la
espalda.
Poco después el tren se paró. Irene se despidió
de su amigo, que no había vuelto a mirarla, y salió del vagón sintiéndose vacía.
Había hecho todo lo que podía, pero no sentía que hubiera avanzado en algo.
Cuando Ingo oyó salir a los últimos
pasajeros del tren, se dirigió de nuevo a los asientos. Se dejó caer sobre uno
de ellos, apoyó los codos en sus rodillas en postura pensativa, y dejó por fin
que las lágrimas rodaran por sus mejillas.