Irene seguía en el pasillo, sumida en sus pensamientos,
cuando unos pasos atrajeron su atención. Era Looker, que se acercaba corriendo
hacia ella, una sonrisa de satisfacción iluminando su cara.
-Ya sé a dónde ir –informó.
-Rusia es muy grande, sí. Un lugar ideal para perderse y
que nadie nos encuentre –murmuró Irene.
-¡Qué va! Tengo noticias de Nimbasa.
La joven puso cara de no tener ni idea de dónde quedaba
dicha ciudad. Looker la miró durante unos segundos hasta darse cuenta de que
debía dar más explicaciones.
-Al norte de Castelia.
-Ah. ¿Cuántos grados de frío, hielo y muerte por
congelación más al norte?
Looker no supo qué contestar. Estaba convencido de que
encontraría a Irene deprimida, no con ganas de lanzar sarcasmos contra todo ser
que se cruzara en su camino.
-El frío será como aquí, no te preocupes.
-No me preocupo –ironizó ella-. Pero necesito un abrigo.
-Vale, vamos.
Looker alquiló un coche para ir a Nimbasa. Cargaron el
poco equipaje que llevaban en el maletero y enseguida se pusieron en marcha.
Cuando salieron del entramado de calles de Castelia, llegaron a una autopista
que atravesaba el amplio desierto situado entre ambas ciudades. Agradecieron la
existencia de una carretera tan bien preparada, pues, a pesar de la distancia y
de la arena del desierto, el trayecto solo duraba poco más de una hora.
-¿Qué hay de interés en Nimbasa? –quiso saber Irene.
-Pues muchos combates, al parecer. Y mucho deporte y
entretenimiento. Creo que te gustará –le contó Looker mientras conducía.
-No tiene mala pinta. ¿Y por qué quieres ir allí?
-Un miembro de la policía de allí me ha dicho que la mafia
ha estado trasteando, pero sin éxito.
Irene pareció sorprendida.
-¿Y eso? ¿Qué ha fallado?
Looker rió por lo bajo, sin apartar la mirada de la
carretera.
-Yo diría que han ido a negociar con alguien con mala
leche.
-¿Quién?
-¿Has oído hablar del Metro Batalla?
Irene asintió.
-Es una amplia red ferroviaria que conecta toda la región,
no solo la ciudad de Nimbasa. Por supuesto, controlar eso ayudaría mucho en los
negocios de la mafia, pero los jefes no estaban por la labor. Al parecer, la
mafia envió a un matón a “hacer negocios”, pero los jefes son muy duros. Eso
sí, honradez no les falta, y no tardaron en mandar al matón de vuelta con mamá.
-Vaya… -murmuró Irene-. ¿Los conoces?
-¿A los jefes?
-Sí, claro.
-Sí, los conozco… Un poco. Los vi hace tiempo.
-¿Son los mismos que salen en la revista que compré? –curioseó
ella, divertida.
-Ah, ¿que salen ahí? A ver, enséñamelo.
Irene buscó la revista en su mochila. La sacó, buscó la
página y se lo mostró a Looker. No era una foto muy grande, pero el agente solo
necesitó echarle un breve vistazo para comprobar si eran ellos. Tenían un
aspecto muy característico.
-¡Sí, son ellos! –seguidamente murmuró-: El majo y el de
la fregona.
-¿Qué has dicho? –preguntó ella, que no había logrado
entender lo último.
-No, nada. Que esos son los que han dado esquinazo a la
mafia.
-Genial –susurró Irene, complacida.
Looker vio que la joven contemplaba la foto de los jefes
del metro con profunda admiración.
-Qué, ¿te gustan?
-Sí, parecen majos –respondió ella, con una sonrisa.
El policía tuvo que aguantar la risa hasta el punto de
atragantarse.
-¿Estás bien?
-¡Perfectamente! –disimuló él-. ¿Te vas a enfrentar a
ellos? –cambió de tema.
-¿Crees que podría?
Una chispa de ilusión surgió en los oscuros ojos de Irene.
“Oh, oh. Mal camino, chica”.
-Bueno, si puedes vencer 21 batallas seguidas…
-¡Lo intentaré! Me encantaría conocerlos.
-Oye, ¿has pensado que si han dejado plantados a una mafia
quizás no sean tan majos?
-Eso no me impide retarles –concluyó ella, decidida.
“El duelo del siglo”. Looker no sabía cómo sentirse ante
eso, así que siguió conduciendo en completo silencio.
Era un día normal, corriente y extremadamente aburrido. La
gente solo sabía quejarse, primero por medio de gritos y después a través del
papeleo. En el despacho del antipático jefe del metro se amontonaban lo que a
él le parecían toneladas de documentos. Se atrevió a coger el papel que estaba
encima de todo el montón: una mujer se había quejado de la falta de limpieza en
los andenes. Conocía ya su letra, pues no era la primera queja suya que
recibía. Sacó su mechero y se entretuvo quemando el documento. ¿Para qué
guardarlo? Las protestas de aquella anciana habrían ocupado tres despachos
enteros. Él podía admitir (y solucionar) dicha falta de higiene si no fuera
porque los servicios de limpieza pasaban a menudo por los andenes procurando
que todo quedara bien pulcro. Pero, aunque no hicieran su trabajo como debían,
había otro motivo para ignorar la queja: la maldita vieja protestaba de la
suciedad que ella misma había provocado. La había pillado ya tantas veces
tirando papeles, restos de comida o lo que fuera al suelo que una vez tuvo que
reprimir con fuerzas las ganas de empujarla a las vías. Y ese era solo un
ejemplo de las muchas demandas injustas que recibía a lo largo de cada semana y
que le hacían perder muchas horas encerrado en su despacho. Podía decir que el
papeleo era, sin duda, la peor parte de su trabajo. Que la gente se aburriera
no era su problema.
Estaba ya tan harto que decidió tomarse un descanso de
media hora. Lo sintió un poco por sus empleados, que también estaban bastante
estresados ese día, pero si no reposaba un poco terminaría explotando. Se
convenció a sí mismo de que tenía derecho a la pausa, pues ya era unánime entre
sus trabajadores la opinión de que él era el que más trabajaba de toda la
empresa. Tendría mal carácter, decían, pero también era el más responsable (con
diferencia). Además, llevaba tres años sin irse de vacaciones, decisión que
empezaba ya a acarrear consecuencias en su salud; pero se negaba a abandonar su
trabajo siquiera una semana si no tenía un motivo de gran peso para hacerlo, a
saber, una fuerte enfermedad o un asunto que lo obligara a viajar. Sabía que
eso no se consideraba irse de vacaciones según la gente normal, pero, para él,
la gente normal era extremadamente perezosa y caprichosa. Él no tenía la necesidad
de descansar de su trabajo durante una o dos semanas enteras porque no se le
ocurría qué actividad realizar para entretenerse todo ese tiempo. Y claro, si
no hacía nada, se pondría muy nervioso o incluso depresivo. Concluyó, hacía ya
unos años, que odiaba las vacaciones. Su trabajo le gustaba, punto y final. Él
estaba bien, aunque para sus empleados esto suponía toda una desgracia, pues
Ingo llevaba mucho estrés acumulado que se transformaba en un eterno e
insoportable mal humor.
Media hora de descanso, sí. Por el bien de todos. Por no
desenfundar su pistola o estrangular a la vieja quejica y al empleado vago de
turno.
Nadie notó la ausencia del jefe del metro hasta que,
veinte minutos después, su hermano Emmet fuera a buscarlo a su despacho y lo
encontrara vacío. El hombre suspiró con pesadez: era un día horrible. Al menos
se imaginaba dónde podría encontrar a su gemelo, y lo cierto es que no se
equivocó. Nada más abrir la puerta de los aseos para empleados lo vio, sentado
sobre la encimera de los lavabos, la espalda apoyada contra el espejo, leyendo
un libro y… fumando.
-¿Cuántas veces te tengo que decir que está prohibido
fumar en el baño? –le regañó, con los brazos cruzados y mirándolo fijamente.
Ingo fingió no haber oído nada, dio una profunda calada al
cigarro, miró la hora en su reloj de pulsera de acero y dijo:
-Veinte minutos sobreviviendo sin mí. No está mal.
Emmet se acercó a él con dos zancadas, le quitó el
cigarrillo de las manos y lo apagó abriendo el grifo y metiéndolo bajo el agua.
-Baja de ahí. Ésto es serio.
El hombre de negro lo miró con escepticismo. Emmet se
acercó tanto a él que sus caras quedaron separadas por pocos centímetros.
-Un tío que dice pertenecer a una mafia –le susurró a su
hermano mayor, clavándole su mirada gris-. Quiere hacer negocios con nosotros.
-¿Va armado?
-Me temo que sí.
-¿Y tú?
El hermano pequeño respondió con una sonrisa traviesa:
-Oh, sí.
Los dos jefes del metro se dirigieron a las escaleras
traseras de la estación, donde apenas pasaba la gente. Allí, en lo alto, cerca
de la calle, los esperaba un hombre alto, moreno y musculoso. Vestía vaqueros
rotos y una chaqueta de cuero desgastada. Además, tenía barba de tres días, el
pelo largo recogido en una cola de caballo, y llevaba oscuras gafas de sol.
-Parece más fuerte que nosotros –comentó Emmet.
-Pero nosotros somos más elegantes –respondió su hermano.
-Y más altos.
-Y somos dos. Coordinémonos.
Una suave risa surgió de los labios de Emmet y pronto se
le contagió a Ingo. Subieron las escaleras a la vez, coordinando absolutamente
todos sus movimientos. Eran conscientes del enorme poder intimidatorio que
tenían cuando actuaban como espejos. Algunos de sus contrincantes habían
llegado a perder batallas pokemon porque no habían podido controlar el miedo
que les producían los gemelos. Estaban tan entrenados en la imitación que sus
movimientos podían llegar a resultar inhumanos. Tal y como esperaban, el matón
empezó a mostrarse incómodo al verlos llegar.
-Buenas tardes –saludaron a la vez.
El matón miró a su alrededor, nervioso. No había nadie más
a la vista. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta.
-Soy Guido. He venido a hablar de negocios.
-Nosotros no hacemos negocios –respondieron los jefes al
unísono.
Guido se rió de una forma un tanto estridente.
-¡Eso dicen todos! Primero sueltan el tópico de la moral,
pero cuando hablamos de beneficios les cambia la cara.
-¿De qué clase de negocios hablamos? –tanteó Ingo, mirando
fijamente al italiano.
-Drogas –hizo una mueca desagradable que pretendía ser una
sonrisa-. Verán, nosotros, la mafia, somos nuevos aquí. Acabamos de llegar a la
región, hará dos semanas. Necesitamos extendernos por la región y nos ha
llamado la atención la red de trenes. Parece muy extensa, pero no nos es fácil
transportar la droga sin que nos controlen los de la pasma.
-Así que queréis que os facilitemos el tráfico ilegal
permitiéndoos viajar en los trenes y evitando que se enteren, ¿verdad? –adivinó
Ingo.
-Exacto. A cambio os daremos un porcentaje de las gananc…
-No –le interrumpieron ambos jefes.
El matón se quedó quieto, sin saber cómo continuar. Había
esperado una mayor colaboración.
-Verán… Esto no es una opción. Estamos negociando con
ustedes por las buenas, pero si no están dispuestos a colaborar, lo haremos por
las malas. Somos una mafia y matamos gente.
-He dicho que no –repitió Ingo.
Guido miró fijamente al hombre vestido de negro, frente a
él. Su palidez extrema y su porte militar lo hacían parecer temible. A su lado,
el hombre de blanco se veía más relajado, pero su extraña sonrisa, lejos de
parecer amable, le otorgaba un aire siniestro. Si tenía que enfrentarse a
ellos, ¿qué posibilidades tenía de ganar? Decidió jugar su última carta sacando
el revólver que llevaba en el bolsillo derecho de la cazadora.
-La última oportunidad –gruñó el matón-. O colaboráis u os
mato.
Los hermanos se miraron. Emmet vocalizó, sin emitir sonido
alguno, lo que Ingo interpretó por un “ha dejado de tratarnos de usted”, que en
realidad significaba “prepárate para atacar”. Sin dudaron ni un segundo, ambos
sacaron sus respectivas pistolas, apuntando a la cabeza y a la mano del matón.
Éste se quedó paralizado: no esperaba que sus contrincantes estuvieran armados,
y tampoco sabía a cuál de los dos atacar primero.
-Hagamos un trato –dijo entonces Ingo, su tono
amenazador-. Tú te vas y nos dejas en paz para siempre, y nosotros no te
matamos a ti. Ah, y dile a tu jefe que tenemos armas de sobra para defendernos.
Aquí no tenéis nada que hacer. ¿Ha quedado claro?
Guido gruñó por lo bajo. Tiró su arma al suelo como
símbolo de rendición, dio unos pasos atrás antes de salir corriendo, y gritó:
-¡Os acordaréis de ésta!
-Ya…
Los jefes del metro lo vieron desaparecer entre los
edificios. Suspiraron, recogieron el arma del matón y entraron de nuevo en la
estación.
-¿Crees que nos dejarán en paz? –preguntó Emmet,
preocupado.
-Lo dudo. Tendremos que tener más cuidado a partir de
ahora.
Tras una parada en el camino para que Looker atendiera una
llamada, el coche llegó por fin a Nimbasa. Al ser otoño, cuando llegaron ya
estaba atardeciendo, lo que le daba a la ciudad un aspecto mágico. Era aún más
grande que Castelia, y también visualmente más atractiva. Estaba repleta de
enormes edificios de diversos colores y formas: arenas de combate, estadios,
centros comerciales… Todo brillaba con luz propia. En algunas ocasiones
literalmente, pues, en el parque de atracciones, la gran noria destacaba con
sus luces de neón. Irene no podía dejar de mirar a través de la ventanilla del
coche.
-La ciudad de los combates y el entretenimiento –anunció
Looker.
Fueron observando las distintas partes de la ciudad desde
la autopista, que pasaba por encima de algunos edificios. Looker le contó que
la zona de entretenimiento y combates apenas era accesible con el coche, así
que había una amplia área del centro de la ciudad que tendrían que rodear. Lo
irónico era que por poco iban a tardar más en moverse por la urbe que en llegar
hasta allí desde Castelia.
-Me gustaría ir primero a la sede de la policía para tomar
contacto con ellos cuanto antes. ¿Te importa?
-En absoluto –dijo Irene-. Cuantos más polis haya a mi
alrededor, más segura estaré.
Dicho eso, Looker condujo hacia la zona administrativa de
la ciudad, aquella parte que tenía mayor similitud con la cercana Castelia.
Guido estaba tumbado en una vieja cama de la habitación de
un hotel de mala muerte. No era fácil encontrar alojamiento barato en Nimbasa.
Pensó que si conseguía un maldito pokemon quizás le hicieran descuento en un
Centro Pokemon. Pero claro, mantener un bicho de esos no era barato, y no
servían para nada. Él era más de defenderse a tiros o a puñaladas, no con
monstruitos.
Estaba cabreadísimo. Hacía ya varios días que había
intentado hacer negocios con esos tipejos del metro, pero el plan había
fracasado estrepitosamente. Por supuesto, su jefe le había echado la bronca del
siglo, amenazándole con hacerle cosas horribles. Guido no dudó ni un momento
que las amenazas pudieran cumplirse: había visto al señor Bianchi llevar a cabo
atroces asesinatos. Tuvo mucha suerte de que le hubiera dado otra oportunidad,
y debía asegurarse de que esta vez todo salía bien. De repente se preguntó si
no habría sido mejor tener un pokemon de esos. A lo mejor hubiese tenido más
oportunidades de vencer a los jefes del metro.
Una música estridente sonó en su móvil. Había recibido un
nuevo mensaje. Era de su jefe.
“La chica está en Nimbasa. Vigílala, pero no actúes aún.”
Se levantó de la cama de inmediato, sonriendo con maldad.
Su jefe seguía confiando en él, esto estaba claro. Ahora tenía una nueva
misión, y se encargaría de llevarla a cabo a la perfección.
El reencuentro de Looker con el agente Smith fue ameno y
cordial. La policía local estaba dispuesta a ayudar en todo lo necesario al
agente internacional, pues les interesaba enormemente detener la expansión de
la mafia. Ya tenían suficiente con que controlaran todo Hoenn.
-Lo que no sé es qué hacer con la chica. No paran de
perseguirla y temo no ser capaz de protegerla –comentó Looker, frotándose la
sien.
-¿Qué edad tiene?
-Diecinueve.
-Así que no es ninguna niña ya…
Looker cogió de los brazos a Smith y lo agitó,
desesperado.
-Matt, tienes que ayudarme. Ella tiene información que nos
puede ser muy útil.
-Lo sé… Solo se me ocurre que permanezca en el metro el
mayor tiempo posible.
-¿En el metro? –lo miró extrañado.
-Es el lugar más seguro que conozco. Ya sabes que hay una
especie de ley propia allí, así que la gente se porta bien. Ya has visto cómo
se las gastan los jefes. Creo que es el mejor lugar en el que ella puede estar.
-Vale –admitió-. Está bien. Será fácil llevarla allí.
-Sí –sonrió Smith.
-Lo difícil será que se quede.
Matt soltó una carcajada y asintió.
-Pero ha dicho que le gustan los combates, ¿no?
-Eso parece.
-Entonces le encantará enfrentarse al reto.