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domingo, 22 de abril de 2012

Capítulo 5: La ciudad de los combates.


Irene seguía en el pasillo, sumida en sus pensamientos, cuando unos pasos atrajeron su atención. Era Looker, que se acercaba corriendo hacia ella, una sonrisa de satisfacción iluminando su cara.
-Ya sé a dónde ir –informó.
-Rusia es muy grande, sí. Un lugar ideal para perderse y que nadie nos encuentre –murmuró Irene.
-¡Qué va! Tengo noticias de Nimbasa.
La joven puso cara de no tener ni idea de dónde quedaba dicha ciudad. Looker la miró durante unos segundos hasta darse cuenta de que debía dar más explicaciones.
-Al norte de Castelia.
-Ah. ¿Cuántos grados de frío, hielo y muerte por congelación más al norte?
Looker no supo qué contestar. Estaba convencido de que encontraría a Irene deprimida, no con ganas de lanzar sarcasmos contra todo ser que se cruzara en su camino.
-El frío será como aquí, no te preocupes.
-No me preocupo –ironizó ella-. Pero necesito un abrigo.
-Vale, vamos.

Looker alquiló un coche para ir a Nimbasa. Cargaron el poco equipaje que llevaban en el maletero y enseguida se pusieron en marcha. Cuando salieron del entramado de calles de Castelia, llegaron a una autopista que atravesaba el amplio desierto situado entre ambas ciudades. Agradecieron la existencia de una carretera tan bien preparada, pues, a pesar de la distancia y de la arena del desierto, el trayecto solo duraba poco más de una hora.
-¿Qué hay de interés en Nimbasa? –quiso saber Irene.
-Pues muchos combates, al parecer. Y mucho deporte y entretenimiento. Creo que te gustará –le contó Looker mientras conducía.
-No tiene mala pinta. ¿Y por qué quieres ir allí?
-Un miembro de la policía de allí me ha dicho que la mafia ha estado trasteando, pero sin éxito.
Irene pareció sorprendida.
-¿Y eso? ¿Qué ha fallado?
Looker rió por lo bajo, sin apartar la mirada de la carretera.
-Yo diría que han ido a negociar con alguien con mala leche.
-¿Quién?
-¿Has oído hablar del Metro Batalla?
Irene asintió.
-Es una amplia red ferroviaria que conecta toda la región, no solo la ciudad de Nimbasa. Por supuesto, controlar eso ayudaría mucho en los negocios de la mafia, pero los jefes no estaban por la labor. Al parecer, la mafia envió a un matón a “hacer negocios”, pero los jefes son muy duros. Eso sí, honradez no les falta, y no tardaron en mandar al matón de vuelta con mamá.
-Vaya… -murmuró Irene-. ¿Los conoces?
-¿A los jefes?
-Sí, claro.
-Sí, los conozco… Un poco. Los vi hace tiempo.
-¿Son los mismos que salen en la revista que compré? –curioseó ella, divertida.
-Ah, ¿que salen ahí? A ver, enséñamelo.
Irene buscó la revista en su mochila. La sacó, buscó la página y se lo mostró a Looker. No era una foto muy grande, pero el agente solo necesitó echarle un breve vistazo para comprobar si eran ellos. Tenían un aspecto muy característico.
-¡Sí, son ellos! –seguidamente murmuró-: El majo y el de la fregona.
-¿Qué has dicho? –preguntó ella, que no había logrado entender lo último.
-No, nada. Que esos son los que han dado esquinazo a la mafia.
-Genial –susurró Irene, complacida.
Looker vio que la joven contemplaba la foto de los jefes del metro con profunda admiración.
-Qué, ¿te gustan?
-Sí, parecen majos –respondió ella, con una sonrisa.
El policía tuvo que aguantar la risa hasta el punto de atragantarse.
-¿Estás bien?
-¡Perfectamente! –disimuló él-. ¿Te vas a enfrentar a ellos? –cambió de tema.
-¿Crees que podría?
Una chispa de ilusión surgió en los oscuros ojos de Irene.
“Oh, oh. Mal camino, chica”.
-Bueno, si puedes vencer 21 batallas seguidas…
-¡Lo intentaré! Me encantaría conocerlos.
-Oye, ¿has pensado que si han dejado plantados a una mafia quizás no sean tan majos?
-Eso no me impide retarles –concluyó ella, decidida.
“El duelo del siglo”. Looker no sabía cómo sentirse ante eso, así que siguió conduciendo en completo silencio.

Era un día normal, corriente y extremadamente aburrido. La gente solo sabía quejarse, primero por medio de gritos y después a través del papeleo. En el despacho del antipático jefe del metro se amontonaban lo que a él le parecían toneladas de documentos. Se atrevió a coger el papel que estaba encima de todo el montón: una mujer se había quejado de la falta de limpieza en los andenes. Conocía ya su letra, pues no era la primera queja suya que recibía. Sacó su mechero y se entretuvo quemando el documento. ¿Para qué guardarlo? Las protestas de aquella anciana habrían ocupado tres despachos enteros. Él podía admitir (y solucionar) dicha falta de higiene si no fuera porque los servicios de limpieza pasaban a menudo por los andenes procurando que todo quedara bien pulcro. Pero, aunque no hicieran su trabajo como debían, había otro motivo para ignorar la queja: la maldita vieja protestaba de la suciedad que ella misma había provocado. La había pillado ya tantas veces tirando papeles, restos de comida o lo que fuera al suelo que una vez tuvo que reprimir con fuerzas las ganas de empujarla a las vías. Y ese era solo un ejemplo de las muchas demandas injustas que recibía a lo largo de cada semana y que le hacían perder muchas horas encerrado en su despacho. Podía decir que el papeleo era, sin duda, la peor parte de su trabajo. Que la gente se aburriera no era su problema.
Estaba ya tan harto que decidió tomarse un descanso de media hora. Lo sintió un poco por sus empleados, que también estaban bastante estresados ese día, pero si no reposaba un poco terminaría explotando. Se convenció a sí mismo de que tenía derecho a la pausa, pues ya era unánime entre sus trabajadores la opinión de que él era el que más trabajaba de toda la empresa. Tendría mal carácter, decían, pero también era el más responsable (con diferencia). Además, llevaba tres años sin irse de vacaciones, decisión que empezaba ya a acarrear consecuencias en su salud; pero se negaba a abandonar su trabajo siquiera una semana si no tenía un motivo de gran peso para hacerlo, a saber, una fuerte enfermedad o un asunto que lo obligara a viajar. Sabía que eso no se consideraba irse de vacaciones según la gente normal, pero, para él, la gente normal era extremadamente perezosa y caprichosa. Él no tenía la necesidad de descansar de su trabajo durante una o dos semanas enteras porque no se le ocurría qué actividad realizar para entretenerse todo ese tiempo. Y claro, si no hacía nada, se pondría muy nervioso o incluso depresivo. Concluyó, hacía ya unos años, que odiaba las vacaciones. Su trabajo le gustaba, punto y final. Él estaba bien, aunque para sus empleados esto suponía toda una desgracia, pues Ingo llevaba mucho estrés acumulado que se transformaba en un eterno e insoportable mal humor.
Media hora de descanso, sí. Por el bien de todos. Por no desenfundar su pistola o estrangular a la vieja quejica y al empleado vago de turno.

Nadie notó la ausencia del jefe del metro hasta que, veinte minutos después, su hermano Emmet fuera a buscarlo a su despacho y lo encontrara vacío. El hombre suspiró con pesadez: era un día horrible. Al menos se imaginaba dónde podría encontrar a su gemelo, y lo cierto es que no se equivocó. Nada más abrir la puerta de los aseos para empleados lo vio, sentado sobre la encimera de los lavabos, la espalda apoyada contra el espejo, leyendo un libro y… fumando.
-¿Cuántas veces te tengo que decir que está prohibido fumar en el baño? –le regañó, con los brazos cruzados y mirándolo fijamente.
Ingo fingió no haber oído nada, dio una profunda calada al cigarro, miró la hora en su reloj de pulsera de acero y dijo:
-Veinte minutos sobreviviendo sin mí. No está mal.
Emmet se acercó a él con dos zancadas, le quitó el cigarrillo de las manos y lo apagó abriendo el grifo y metiéndolo bajo el agua.
-Baja de ahí. Ésto es serio.
El hombre de negro lo miró con escepticismo. Emmet se acercó tanto a él que sus caras quedaron separadas por pocos centímetros.
-Un tío que dice pertenecer a una mafia –le susurró a su hermano mayor, clavándole su mirada gris-. Quiere hacer negocios con nosotros.
-¿Va armado?
-Me temo que sí.
-¿Y tú?
El hermano pequeño respondió con una sonrisa traviesa:
-Oh, sí.

Los dos jefes del metro se dirigieron a las escaleras traseras de la estación, donde apenas pasaba la gente. Allí, en lo alto, cerca de la calle, los esperaba un hombre alto, moreno y musculoso. Vestía vaqueros rotos y una chaqueta de cuero desgastada. Además, tenía barba de tres días, el pelo largo recogido en una cola de caballo, y llevaba oscuras gafas de sol.
-Parece más fuerte que nosotros –comentó Emmet.
-Pero nosotros somos más elegantes –respondió su hermano.
-Y más altos.
-Y somos dos. Coordinémonos.
Una suave risa surgió de los labios de Emmet y pronto se le contagió a Ingo. Subieron las escaleras a la vez, coordinando absolutamente todos sus movimientos. Eran conscientes del enorme poder intimidatorio que tenían cuando actuaban como espejos. Algunos de sus contrincantes habían llegado a perder batallas pokemon porque no habían podido controlar el miedo que les producían los gemelos. Estaban tan entrenados en la imitación que sus movimientos podían llegar a resultar inhumanos. Tal y como esperaban, el matón empezó a mostrarse incómodo al verlos llegar.
-Buenas tardes –saludaron a la vez.
El matón miró a su alrededor, nervioso. No había nadie más a la vista. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta.
-Soy Guido. He venido a hablar de negocios.
-Nosotros no hacemos negocios –respondieron los jefes al unísono.
Guido se rió de una forma un tanto estridente.
-¡Eso dicen todos! Primero sueltan el tópico de la moral, pero cuando hablamos de beneficios les cambia la cara.
-¿De qué clase de negocios hablamos? –tanteó Ingo, mirando fijamente al italiano.
-Drogas –hizo una mueca desagradable que pretendía ser una sonrisa-. Verán, nosotros, la mafia, somos nuevos aquí. Acabamos de llegar a la región, hará dos semanas. Necesitamos extendernos por la región y nos ha llamado la atención la red de trenes. Parece muy extensa, pero no nos es fácil transportar la droga sin que nos controlen los de la pasma.
-Así que queréis que os facilitemos el tráfico ilegal permitiéndoos viajar en los trenes y evitando que se enteren, ¿verdad? –adivinó Ingo.
-Exacto. A cambio os daremos un porcentaje de las gananc…
-No –le interrumpieron ambos jefes.
El matón se quedó quieto, sin saber cómo continuar. Había esperado una mayor colaboración.
-Verán… Esto no es una opción. Estamos negociando con ustedes por las buenas, pero si no están dispuestos a colaborar, lo haremos por las malas. Somos una mafia y matamos gente.
-He dicho que no –repitió Ingo.
Guido miró fijamente al hombre vestido de negro, frente a él. Su palidez extrema y su porte militar lo hacían parecer temible. A su lado, el hombre de blanco se veía más relajado, pero su extraña sonrisa, lejos de parecer amable, le otorgaba un aire siniestro. Si tenía que enfrentarse a ellos, ¿qué posibilidades tenía de ganar? Decidió jugar su última carta sacando el revólver que llevaba en el bolsillo derecho de la cazadora.
-La última oportunidad –gruñó el matón-. O colaboráis u os mato.
Los hermanos se miraron. Emmet vocalizó, sin emitir sonido alguno, lo que Ingo interpretó por un “ha dejado de tratarnos de usted”, que en realidad significaba “prepárate para atacar”. Sin dudaron ni un segundo, ambos sacaron sus respectivas pistolas, apuntando a la cabeza y a la mano del matón. Éste se quedó paralizado: no esperaba que sus contrincantes estuvieran armados, y tampoco sabía a cuál de los dos atacar primero.
-Hagamos un trato –dijo entonces Ingo, su tono amenazador-. Tú te vas y nos dejas en paz para siempre, y nosotros no te matamos a ti. Ah, y dile a tu jefe que tenemos armas de sobra para defendernos. Aquí no tenéis nada que hacer. ¿Ha quedado claro?
Guido gruñó por lo bajo. Tiró su arma al suelo como símbolo de rendición, dio unos pasos atrás antes de salir corriendo, y gritó:
-¡Os acordaréis de ésta!
-Ya…
Los jefes del metro lo vieron desaparecer entre los edificios. Suspiraron, recogieron el arma del matón y entraron de nuevo en la estación.
-¿Crees que nos dejarán en paz? –preguntó Emmet, preocupado.
-Lo dudo. Tendremos que tener más cuidado a partir de ahora.

Tras una parada en el camino para que Looker atendiera una llamada, el coche llegó por fin a Nimbasa. Al ser otoño, cuando llegaron ya estaba atardeciendo, lo que le daba a la ciudad un aspecto mágico. Era aún más grande que Castelia, y también visualmente más atractiva. Estaba repleta de enormes edificios de diversos colores y formas: arenas de combate, estadios, centros comerciales… Todo brillaba con luz propia. En algunas ocasiones literalmente, pues, en el parque de atracciones, la gran noria destacaba con sus luces de neón. Irene no podía dejar de mirar a través de la ventanilla del coche.
-La ciudad de los combates y el entretenimiento –anunció Looker.
Fueron observando las distintas partes de la ciudad desde la autopista, que pasaba por encima de algunos edificios. Looker le contó que la zona de entretenimiento y combates apenas era accesible con el coche, así que había una amplia área del centro de la ciudad que tendrían que rodear. Lo irónico era que por poco iban a tardar más en moverse por la urbe que en llegar hasta allí desde Castelia.
-Me gustaría ir primero a la sede de la policía para tomar contacto con ellos cuanto antes. ¿Te importa?
-En absoluto –dijo Irene-. Cuantos más polis haya a mi alrededor, más segura estaré.
Dicho eso, Looker condujo hacia la zona administrativa de la ciudad, aquella parte que tenía mayor similitud con la cercana Castelia.

Guido estaba tumbado en una vieja cama de la habitación de un hotel de mala muerte. No era fácil encontrar alojamiento barato en Nimbasa. Pensó que si conseguía un maldito pokemon quizás le hicieran descuento en un Centro Pokemon. Pero claro, mantener un bicho de esos no era barato, y no servían para nada. Él era más de defenderse a tiros o a puñaladas, no con monstruitos.
Estaba cabreadísimo. Hacía ya varios días que había intentado hacer negocios con esos tipejos del metro, pero el plan había fracasado estrepitosamente. Por supuesto, su jefe le había echado la bronca del siglo, amenazándole con hacerle cosas horribles. Guido no dudó ni un momento que las amenazas pudieran cumplirse: había visto al señor Bianchi llevar a cabo atroces asesinatos. Tuvo mucha suerte de que le hubiera dado otra oportunidad, y debía asegurarse de que esta vez todo salía bien. De repente se preguntó si no habría sido mejor tener un pokemon de esos. A lo mejor hubiese tenido más oportunidades de vencer a los jefes del metro.
Una música estridente sonó en su móvil. Había recibido un nuevo mensaje. Era de su jefe.
“La chica está en Nimbasa. Vigílala, pero no actúes aún.”
Se levantó de la cama de inmediato, sonriendo con maldad. Su jefe seguía confiando en él, esto estaba claro. Ahora tenía una nueva misión, y se encargaría de llevarla a cabo a la perfección.

El reencuentro de Looker con el agente Smith fue ameno y cordial. La policía local estaba dispuesta a ayudar en todo lo necesario al agente internacional, pues les interesaba enormemente detener la expansión de la mafia. Ya tenían suficiente con que controlaran todo Hoenn.
-Lo que no sé es qué hacer con la chica. No paran de perseguirla y temo no ser capaz de protegerla –comentó Looker, frotándose la sien.
-¿Qué edad tiene?
-Diecinueve.
-Así que no es ninguna niña ya…
Looker cogió de los brazos a Smith y lo agitó, desesperado.
-Matt, tienes que ayudarme. Ella tiene información que nos puede ser muy útil.
-Lo sé… Solo se me ocurre que permanezca en el metro el mayor tiempo posible.
-¿En el metro? –lo miró extrañado.
-Es el lugar más seguro que conozco. Ya sabes que hay una especie de ley propia allí, así que la gente se porta bien. Ya has visto cómo se las gastan los jefes. Creo que es el mejor lugar en el que ella puede estar.
-Vale –admitió-. Está bien. Será fácil llevarla allí.
-Sí –sonrió Smith.
-Lo difícil será que se quede.
Matt soltó una carcajada y asintió.
-Pero ha dicho que le gustan los combates, ¿no?
-Eso parece.
-Entonces le encantará enfrentarse al reto.

domingo, 15 de abril de 2012

Capítulo 4: Peligro de nuevo.


Looker jamás olvidaba un caso, estuviese resuelto o no, y ya contaba con unos cuantos en su memoria. Sin embargo, a la hora de hablar de ellos a los demás, prefería subirse un poco el ego relatando sus aventuras más brillantes, por lo que decidió no contarle a Irene nada sobre el antiguo caso que lo había llevado a conocer Unova. De momento, parecía haberse ganado cierta admiración por parte de la joven, aunque no sabía si eso se traduciría en una mayor confianza cuando ella tuviera que contarle sus secretos.
Irene no era tonta: se había dado cuenta enseguida de que el policía buscaba impresionarla. Le pareció una actitud graciosa, ya que él no parecía mentirle, sino tan solo escoger sus mejores recuerdos. Ella tomaba nota de todos aquellos pequeños detalles del comportamiento de la gente, decidiendo así si se fiaría o no de los demás. Desde pequeña aprendió a no confiar demasiado en la gente, pues casi siempre terminaban traicionándola. Sin embargo, por el momento, el policía no había dado señales de querer hacerla daño, así que decidió darle un voto de confianza. Si todo iba bien, aquella unión debería ayudarla a solucionar su gran problema vital y podría, por fin, vivir en paz.
En el fondo le apenaba ser tan desconfiada. Era consciente de cómo la veía el resto del mundo, o al menos trataba de imaginarlo. De vez en cuando captaba algunas conversaciones a sus espaldas, por lo que se hizo una ligera idea de la situación general: unos pensaban que era tímida y necesitaba ayuda, y otros, por el contrario, creían que era una persona antipática y poco habladora, además de que pensaban que ella trataba con frialdad a la mayoría de la gente. Oír estas cosas le dolía, pues intentaba ser pacífica y paciente con toda clase de personas que se encontrara en su camino. Pese a sus esfuerzos, no parecía caerle bien a mucha gente. Soportaba la indiferencia de los demás, pues no todos querían meterse en líos, y mucho menos si era para ayudar a una desconocida. Por el contrario, no aguantaba que la odiaran sin motivo, y algunas veces había tenido que enfrentarse a comportamientos violentos contra ella sin ninguna justificación. El ejemplo más claro lo tenía en su padre, que siempre había deseado borrarla del mapa.
Había muchas cosas que no comprendía, pero tenía que seguir adelante como fuera. Pensó en sus pokemon: sus fieles amigos. Había crecido con ellos, y éstos se habían criado con ella. Se protegían mutuamente y todos sus éxitos eran compartidos: si ella vivía y ganaba combates, era gracias a ellos; si ellos vencían y sobrevivían, era gracias a los cuidados de su entrenadora.
De repente recordó cómo había conocido a Skarmory, su primer pokemon. Ella llevaba un día huyendo, con la mala suerte de haberse perdido en un bosque. Estaba cansada y hambrienta; además, contaba con numerosos raspones tras haberse caído varias veces y haberse arañado con las ramas de los arbustos secos; pero, sobre todo, estaba muy triste, no acabando de comprender del todo qué había ocurrido que la había llevado a tan desesperada huida. Tenía unos ocho años, por lo que aún era pequeña para salir de viaje con la compañía de un equipo pokemon. Si estaba allí perdida era porque no tenía elección. Ni siquiera tenía su propio pokemon, así que su huida era aún más peligrosa, pues podía ser atacada por alguno salvaje en cualquier momento.
Cuando llegó a un claro del bosque, cayó al suelo de puro agotamiento. Ni siquiera intentó volver a levantarse; tan solo cerró los ojos y se acomodó como pudo entre la hierba, cuyo fresco aroma le llenaba los pulmones. Pasó un buen rato tendida en el suelo, semiinconsciente, hasta que empezó a oír un pequeño graznido. Abrió los ojos de nuevo. La luz del sol se filtraba entre las ramas de los árboles e iluminaba potentemente el pequeño claro. Allí distinguió un brillo extraño, como si hubiera algo metálico. Con gran esfuerzo levantó la cabeza y miró hacia el lugar del que provenían el brillo y el graznido. Enfocó la vista y observó mejor: era un pequeño pájaro de metal. Había oído hablar de ellos: un Skarmory. Parecía joven y se agitaba, inquieto. Irene se levantó como pudo y se acercó al pokemon, que se asustó al verla. Intentó huir, pero aún no sabía volar y tropezó. El pájaro emitió un quejido y la niña vio que había una espina clavada en la pata del pokemon. Se acercó para ayudarlo, pero el ave se alarmó más y le asestó un aletazo que la tiró al suelo. Ella se llevó la mano al hombro, donde había recibido el golpe, y se le escapó una lágrima.
-Solo quiero ayudarte –gimió, reprimiendo las lágrimas.
El Skarmory abrió el pico como amenaza.
-Sé que te duele la pata, pero puedo ayudarte –explicó, dudando un poco-. Si te quito la espina, dejará de dolerte.
El pokemon permaneció en silencio. Ella se atrevió a dar un paso hacia el pájaro de acero, que no se movió. Se agachó y le cogió con cuidado la pata herida.
-Será rápido –le aseguró.
Dio un firme tirón a la espina, que salió sin problemas. El Skarmory se quejó y se revolvió un poco. Irene cogió un pañuelo que llevaba en el bolsillo y le hizo una improvisada venda.
-Está bien –susurró-. No puedo hacer más. Lo siento…
El Skarmory emitió un pequeño gorjeo antes de que la niña cayera rendida sobre la hierba. No podía más. Lo último que oyó fue un revoloteo…
Despertó al atardecer. Algún ruido la había sacado de su estado de inconsciencia, pero… ¿qué era? Miró a su alrededor, tratando de enfocar la vista y vencer el mareo. De repente notó un leve golpecito en el brazo. Miró en aquella dirección: era un Skarmory. El Skarmory de antes, que aún llevaba el pañuelo atado a la pata. Ya no parecía dolerle la herida y, de hecho, el ave se movía con mayor facilidad que antes. Le señaló con el pico un pequeño montón de bayas que parecía haber recogido mientras ella dormía. Le dio pequeños empujones en la mano con su cabeza, invitándola a que comiera.
-Está bien… Pero come tú también.
Cenaron juntos, cuidando el uno del otro. Al caer la noche, durmieron abrazados entre la fresca hierba. Amaneció y Skarmory seguía allí, alegre y enérgico. Desayunaron con las bayas que habían sobrado del día anterior y después, con bastantes más fuerzas, Irene decidió que saldría por fin del bosque.
-Escucha –le dijo a Skarmory-, estoy huyendo. Me he perdido, pero tengo que seguir mi viaje. ¿Quieres venir conmigo?
Skarmory se subió de un salto a su brazo, cantando alegremente. Irene consideró que aquello era un sí indiscutible. Fue el comienzo de una larga amistad.

Era de noche y ambos viajeros estaban cansados tras un largo día. Tras insistir varias veces, Looker consiguió convencer a Irene de que se fuera a dormir. La joven hizo regresar a Skarmory a la pokeball y llevó su mochila y algo de comida a una pequeña habitación que podía alquilar a muy buen precio en el Centro Pokemon.
Comió algunas galletas mientras ordenaba un poco su ropa, reflexionando acerca de lo que había ocurrido en los últimos días. Aún seguía algo confusa y no llegaba a creer que sus perseguidores le hubieran perdido la pista. Podía haber cambiado de región, pero ellos, en el fondo, siempre terminaban sabiendo dónde estaba. Ella era consciente de ello a la perfección, aunque se permitiera el lujo de no creerlo. La mafia –su padre- jugaba con su vida y sus esperanzas. Siempre se habían divertido a su costa. La eterna duda terminaría por destrozarla: ¿había tenido la suerte de escapar de sus ataques hasta el momento, o es que ellos la habían dejado ir? Sacudió la cabeza como si tratara de alejar físicamente esos pensamientos. Aunque la técnica funcionaba algunas veces y las malas ideas desaparecían, siempre terminaban volviendo a acecharla. Deshizo la cama y se metió en ella, envolviéndose con las sábanas en un desesperado intento de sentir algo más de protección. Abrazó la almohada y dejó que unas lágrimas corrieran por sus mejillas. No era la primera noche que lloraba, ya que llevaba años reprimiendo sus emociones más negativas y dejándolas que fluyeran cuando estaba a solas. Odiaba que la vieran llorar porque temía que nadie la comprendiera, que pensaran que solo buscaba atención. Lo único que ella quería era poder vivir en paz.

Looker tardó más tiempo en irse a dormir. Estaba en la habitación frente a la de Irene, pudiendo así vigilar que no pasara nada. Aprovechó el silencio de la noche para trabajar un poco más. Encendió su portátil y se conectó a la red policial para comprobar las últimas noticias referentes a la investigación. Miró su correo y vio que tenía un mensaje nuevo. Ahí estaba, la mala noticia de la que había estado esperando confirmación.
Le había contado una mentira piadosa a Irene: en realidad, la mafia que la buscaba sí estaba allí, en Unova. Y, según su compañero infiltrado, habían llegado a Castelia, empezando desde ahí a extenderse al resto de la región. Aquella noche, Looker apenas durmió por la creciente preocupación.

Irene despertó sobre las ocho de la mañana, cuando los rayos del sol atravesaron la ventana directamente hasta sus ojos. Se dio la vuelta gruñendo, parpadeó varias veces y tomó conciencia del lugar en el que se encontraba. “Unova, Castelia. Centro Pokemon”. Estaba acalorada y recordó que había soñado algo inquietante, pero no era capaz de rememorar los detalles. Se levantó con cuidado e inspeccionó la sala. Siempre hacía lo mismo para averiguar si alguien había entrado en su habitación mientras dormía y si habían tocado algo. Todo estaba en orden, así que suspiró aliviada y se metió en el pequeño baño para darse una ducha. Poco después se vistió con la ropa más cálida que tenía, pues era otoño y hacía bastante frío ya. Recogió sus pocas pertenencias, las metió en la mochila, y salió de la habitación, que quedó completamente vacía.
Se dirigió a la cafetería para desayunar algo, pero se detuvo ante un pequeño kiosco. No sabía que hubiera de esos en los Centros Pokemon, pero Castelia era la ciudad más grande que había pisado jamás y no le extrañó demasiado. Miró por encima los productos hasta que dio con algo que le llamó realmente la atención: una revista dedicada a entrenadores pokemon fuertes. Una pequeña sonrisa le vino a los labios. La cogió y se la pagó al vendedor del kiosco.
Cuando Looker entró en la cafetería un rato después, encontró a la joven enfrascada en la lectura de la revista. La saludó, se sirvió un café y volvió a la mesa, donde la observó sin atreverse a interrumpirla. Al final preguntó, preso de la curiosidad:
-¿Cómo es que te interesa tanto esa revista?
Irene levantó la vista y lo miró, sorprendida. Recordó que el policía nunca la había visto luchar.
-Bueno, la verdad es que siempre me han gustado las batallas, y adoro medir nuestras fuerzas con otros entrenadores. Aquí aparece muchísima gente de la que no he oído hablar, pero son fuertes, sin duda. Me encantaría poder llegar a retarles algún día –explicó, con una sincera sonrisa.
Looker se quedó impresionado de que la chica se hubiera atrevido a contarle aquello. Le devolvió la sonrisa.
-Lo cierto es que tus pokemon tienen pinta de ser muy fuertes. Me gustaría verte luchar algún día. Y bien, ¿hay algún entrenador que te haya llamado la atención en especial?
Ella negó con la cabeza.
-Es que todos son interesantes. El problema es que están lejos de aquí, así que tendré que esperar a tener una oportunidad para retarles.
El policía le dio unas palmaditas en el hombro y la apremió para que terminara el desayuno y pudieran irse.

Caminaron hacia el edificio de la policía. Looker tenía pensado hacerle unas preguntas a Irene acerca de algunos cabos sueltos de su investigación, con la esperanza de que la joven pudiera aportar algún dato nuevo. Irene iba ensimismada mirando los altísimos edificios que la rodeaban. El agente, por el contrario, había viajado tanto que ya estaba acostumbrado a ellos y le agobiaba tener que sortear a tantas personas por la calle.
Entraron en el enorme edificio en el que se encontraba la sede de la policía. Allí, decenas de personas se cruzaban, atendiendo sus propios asuntos. Atravesaron el gran hall, cuyo suelo era de mármol blanco pulido, en el que se reflejaba el gran espacio central abierto entre los pisos superiores. Varias personas se asomaban desde distintas alturas, mirando hacia abajo con curiosidad. Irene los miró también, mientras Looker la cogía del brazo y la guiaba hasta el ascensor, en el que subieron hasta el piso donde trabajaban los agentes que ayudaban al policía. Nada más entrar al pasillo, una policía joven, de larga melena rubia, se acercó corriendo a ellos y le entregó una pequeña nota a Looker.
-Hemos encontrado esto hoy en el buzón. No está firmado.
-A Irene Bianchi –leyó Looker, mirándola de reojo-. “Sabemos que estás aquí. Te vigilamos constantemente. No durarás mucho”.
Irene recibió la noticia con amarga sorpresa. Se mordió el labio con gran pesadumbre. Notó que Looker le ponía la mano en el hombro.
-Lo siento. Están aquí. Lo sospechaba, pero no recibí la confirmación hasta anoche mismo. Yo… -dudó-. No quería preocuparte más.
-Está bien –murmuró ella.
Se sentía como si le hubiera caído una pesada losa encima. Había albergado la esperanza de que no la encontraran allí, pero había sido en vano. Encima, Looker no le había contado toda la verdad. La confusión volvió a apoderarse de ella.
-¿Y ahora qué? –preguntó al policía en un murmullo, desmoralizada.
Looker pensó bien qué le quería decir. Ella lo miraba desamparada. Él la había llevado a un lugar que no conocía y ella lo había seguido con la esperanza de estar a salvo, una promesa que había resultado ser falsa.
-Yo te protegeré –le aseguró.
-Pero te atacarán –replicó ella.
No le quedaba más remedio que confiar en él, si es que llegaba a fiarse alguna vez de alguien. Sin embargo, no concebía el hecho de que otra persona sufriera por su culpa.
-No te preocupes, estoy preparado para lo que sea. Por algo soy policía.
Por desgracia, pensó, en realidad no creía estar listo para enfrentarse a toda una mafia furiosa, pero no tenía elección. Era su trabajo proteger a los que lo necesitaban.

Irene se había sentado en una esquina del pasillo de las oficinas de la policía. Era el rincón más tranquilo y alejado de los demás que había podido encontrar. No sabía qué debía hacer ahora. Se sentía más perdida de lo que había estado jamás, sin saber qué camino escoger.
Looker no le había contado la verdad, pero sabía que lo había hecho para tranquilizarla. El agente no era una mala persona, pero había cometido un error. Era uno de esos errores fáciles de realizar y que resultaba perdonable porque la intención era buena. Además, si no hubiese sido por su intervención, quizás ella ya no estaría viva. Recordar lo que había pasado en el mercado de Slateport aún le causaba escalofríos. Definitivamente Looker no tenía la culpa de que la mafia siempre hubiese sabido dónde se escondía ella, y el agente había tenido el valor de investigarlos pese al riesgo que corría. Con él tenía la oportunidad de aportar información útil e incluso, con suerte, de destruir a sus enemigos. Realmente no podía hacer otra cosa, y menos aún cuando Looker se había ofrecido a ayudarla sin pedirle nada a cambio. Dar información no era demasiado importante para ella, pero recibir ayuda era algo excepcional. Era la primera vez que alguien la tomaba tan en serio. Sonrió levemente. Aquello, pese a todo lo acontecido antes, era bueno, y sentía que debía aferrarse a ello.

Looker se estaba tirando de los pelos en su despacho. ¿Cómo habían logrado averiguar su localización? ¿Cómo habían sido tan rápidos? Sin duda tenían gran interés en coger (o al menos vigilar) a la chica. No le daban ni un respiro. Sintió un extraño vacío y se preguntó cómo sería haber vivido toda la vida con un asesino persiguiéndole con semejante ahínco. Tendría que ser muy desesperante, y no podía evitar sentir cierta pena por Irene. Sus reacciones, tan apáticas, le partían el corazón. Era como si ella ya estuviera acostumbrada a recibir noticias y amenazas tan terribles. No la había visto llorar ni enfadarse, simplemente recibía en silencio las novedades y no compartía sus sentimientos con nadie.
Se dispuso a hablar con la policía regional, así como avisar a las locales. Debía evitar a toda costa que la mafia se extendiera en Unova, y no había nada como la prevención. Explicó asimismo la situación en la que se encontraba Irene y su necesidad de mayor protección. Envió toda la información de la que disponía en un correo electrónico a las distintas dependencias, esperando una pronta respuesta. Por suerte, poco después sonó el teléfono que había situado sobre la mesa, a su derecha. Lo alivió recibir una contestación tan rápida. Descolgó y comprobó que era uno de los principales jefes de la policía de Nimbasa, al cuál ya conocía por su anterior experiencia en dicha ciudad.
-Tengo dos noticias que darte, una buena y otra mala –dijo la grave y enérgica voz del agente Smith al otro lado de la línea.
-Soy todo oídos –respondió Looker, que jugueteaba con un bolígrafo mientras escuchaba.
-La mala es que tus “amigos” de la mafia han llegado a Nimbasa y han estado intentando sobornar a algunas empresas para facilitar el tráfico de drogas.
-Mierda –maldijo él-. ¿Cuánto tiempo llevan allí?
-Dos semanas, más o menos.
-Se me han adelantado… Pensé que llevarían mucho menos.
-Sí. Pero la buena noticia es que no han tenido éxito.
-¡Que me dices! –exclamó Looker, cayéndosele el bolígrafo de la sorpresa.
-Como oyes. Algunas pequeñas empresas estaban dispuestas a trabajar con la mafia y de paso lucrarse, pero los italianos han dado con una piedra en el camino.
-¿Quién? ¿O qué?
-Trenes –rió el agente Smith.
A Looker se le habría vuelto a caer el bolígrafo si éste no hubiese estado ya a la aventura por el suelo. Trenes. Eso solo podía significar una cosa y, teniendo los conocimientos que había adquirido meses atrás, lo cierto es que no le extrañó en absoluto.

domingo, 8 de abril de 2012

Capítulo 3: El caso del loco en el metro (parte 2)


-¡¿Emmet?!
-Uhm… Más o menos.
-¿Cómo que más o menos? –respondió Looker, sin entender nada.
-La versión mala de Emmet –gesticuló él.
-¿La versión mala…?
-Gemelos –le dijo por fin, con cara de “como no lo pilles esta vez dejo de hablarte”.
-Eh… ¡Ah! ¡¿Qué?!
-¡Que soy su gemelo, joder! ¡Gemelo: hermano con la misma cara!
-Pero más cabrón, ¿no? –contestó el policía, visiblemente enfadado.
De repente, el otro hombre se relajó.
-Veo que lo has pillado.
Se arregló el cuello del abrigo mientras Looker le decía:
-No sabía que Emmet tenía un hermano.
-Pues es lo primero que deberías aprender antes de entrar en la estación –le recriminó.
-No soy de aquí, he venido corriendo. No puedo saberlo todo.
A Looker le sorprendió la rapidez con la que había conseguido enfadarse. El otro hombre no pareció notarlo (o quizás estaba ya acostumbrado) y se acercó al policía sin ningún miedo. Éste pudo observar que, a diferencia de Emmet, él vestía de negro, y parecía estar de mal humor constantemente. Para su asombro, cogió a Looker del hombro con gentileza y le señaló al Loco, que seguía inconsciente.
-Un error, y puedes acabar como ése.
No lo dijo con tono amenazador, sino que parecía ser un consejo. ¿A qué se referiría? Daba igual, tenían que salir de allí en ese momento; ya reflexionaría más tarde sobre ello. Se agachó, esposó al asesino y, con ayuda del otro hombre, lo arrastraron.
-Soy Ingo –le informó poco después el hombre de negro, mientras movían (no sin cierta dificultad) el cuerpo.
Al salir a la calle se armó un gran revuelo entre los policías. Todos estaban impresionados de que hubiesen capturado al gran asesino, que tanto se había resistido hasta el momento. Sin embargo, Looker se sentía raro: todo había sido muy fácil. La clave estaba en la intervención de ese misterioso Ingo. ¿Qué había ocurrido realmente? Decidió que la mejor forma de resolver las lagunas de su historia sería interrogándole.

Se presentó al día siguiente en el pequeño despacho del jefe del metro. Si bien éste no lo atendió con excesiva amabilidad, tampoco lo echó a patadas. “Es un tío difícil, pero habrá que adaptarse”. Al entrar a la estancia lo invitó a sentarse y le ofreció un café, que Looker aceptó de buena gana, pues había pasado una noche larga e intensa. Ingo también tomó café, pero no llegó a sentarse. Miró fijamente al policía y le dijo:
-Ve al grano.
Looker carraspeó y respondió:
-Bien. Quiero saber qué ocurrió anoche y por qué me salvaste. Además, ¿qué sabías del Loco?
-Oh, no mucho, lo de los periódicos –le dio un sorbo al café mientras miraba fijamente la mesa, tratando de recordar-. Iba a haber otro asesinato y lo preparé un poco. No sabía si iba a funcionar.
-¿A qué te refieres con que lo preparaste un poco?
-No hagas preguntas idiotas –le reprochó, frunciendo el ceño-. Investigué. Un asesinato no daría buena imagen al metro.
-¿Y qué descubriste? –inquirió el policía-. ¿Acaso sabías quién iba a ser la víctima o a qué hora atacaría el Loco?
-Oh, sí.
Silencio. Looker dejó la taza sobre la mesa.
-La policía no logró averiguar quién era la víctima. Sin embargo, tú afirmas que lo sabías. ¿Qué has hecho? ¿Conocías al Loco de antes? ¿Habíais hablado?
-Sé lo que intentas decir –fue lo único que respondió.
Looker descargó los puños sobre la mesa, visiblemente irritado.
-¡Habla!
El silencio de Ingo lo ponía nervioso. Un hombre tan misterioso, que no parecía inmutarse con la ira del policía… Podría haber colaborado con el asesino, si tomaba en cuenta todo lo que decía y su fría actitud. Eso explicaría muchas cosas.
-Agradecería que no dijeras diez tonterías cada vez que abras la boca –fue lo único que contestó Ingo, para, acto seguido, tomar otro sorbo de café con parsimonia.
-¡Quizás si tú dijeras algo decente y no te hicieras el interesante yo podría sacar algo en limpio de todo esto! –gritó Looker.
Suspiró profundamente. No debía gritar, él no era así. Miró a Ingo, que de repente parecía aburrido. Estaba apoyado en la mesa, analizando su taza de café. “Lo mato”. Suspiró de nuevo y dijo, lo más calmado que pudo:
-Por favor, ¿podrías decirme qué ocurrió anoche?
Ingo lo miró fijamente con sus ojos grises. Looker mantuvo su vista fija en él en todo momento.
-Piensas que puedo haber sido cómplice del Loco. Mi respuesta es un no rotundo. Ni siquiera le veo lógica a esa suposición.
“No lo será para ti”, pensó el policía. Por el contrario, tan solo contestó:
-Vale.
Sería antipático, pero tenía que reconocer que era muy inteligente y parecía pillar todo a la primera. Ingo cogió un sobre de su mesa y se lo alcanzó.
-Todo salió un poco desordenado para el Loco –le explicó el jefe del metro.
Looker observó el sobre y, al ver el nombre escrito, entendió todo. “Un poco desordenado, dice”.
-Tú eras la víctima…
-Sí –admitió, sin darle importancia.
-Y te da igual –le reprendió.
Una leve risa surgió de los labios de Ingo.
-Ni que fuera el primero en querer matarme.
-No me extraña –murmuró Looker, arrepintiéndose al instante de haber dicho eso en voz alta. Rápidamente añadió-: Bien, ¿y qué hiciste al enterarte? Dices que lo preparaste, pero no le dijiste nada a la policía. ¿Acaso no confías en nosotros?
-Sí confío, pero hasta ahora no habíais sido muy útiles.
Looker frunció el ceño. Aquel hombre tenía toda la razón, por dolorosa que fuera.
-Decidí aprovechar el factor sorpresa –murmuró Ingo, sonriendo traviesamente.

Tras haber recibido la carta, Ingo cogió su portátil y buscó en la red todas las noticias relacionadas con el Loco. Fue comprobando los detalles de cada asesinato: el perfil de las víctimas, los lugares en los que se habían cometido los crímenes, cualquier persona que pudiese estar relacionada con los muertos. Lo que fuera, por banal que pareciera, tenía un hueco en su pequeña investigación personal. Hacía tiempo que había aprendido a no descartar nada en una búsqueda de información: no en vano había llegado a trabajar en alguna ocasión en el servicio de inteligencia en el ejército.
Las víctimas variaban entre actores, cantantes, deportistas, algún empresario y entrenadores pokemon poderosos. Gente diferente entre sí, pero todos conocidos. Unos eran más famosos que otros, aunque no excesivamente, a excepción del caso de una cantante muy popular. El jefe del metro meditó unos minutos sobre el tema, planteándose cómo iba a hacer un esquema de la situación. El Loco había empezado asesinando a un entrenador con una puñalada en la espalda. Ingo lo representó cogiendo un recorte de periódico con la noticia de dicho asesinato y clavándola en la pared con una navaja que solía llevar en el bolsillo. Siguientes víctimas: un empresario y otro entrenador. Dos días de diferencia entre ambos, sendos tiros en la cabeza. Recortes de ambas noticias sujetos a la pared con chinchetas. El jefe del metro cogió la pistola que llevaba siempre en el cinturón e hizo dos disparos contra los trozos de papel.
-¡¿Se puede sabe qué estás haciendo?! –le gritó Emmet, que pasaba cerca de allí, había oído los disparos y había decidido asomar la cabeza por la puerta del despacho de su hermano.
-Practicar.
Tranquilamente, Ingo tomó un sorbo de café solo de su taza negra.
-¡Practicas todas las semanas en el club de tiro! –le replicó, gesticulando.
-No es suficiente –contestó, con toda la calma del mundo.
Con un bufido, Emmet se fue, cerrando la puerta de un portazo. ¿Conseguiría alguien entender algún día al loco de su hermano?
Ingo continuó su investigación. Otra puñalada (o, mejor dicho, cinco) a un actor. Se llevó la mano al bolsillo y, al no notar el bulto, recordó que ya había “apuñalado” un recorte de prensa. Suspiró y bajó a la estación, donde buscó la cafetería en la que solía descansar entre viajes y tareas varias. Allí ya tenía cierta confianza con el dueño, por lo que se acercó a la barra y le dijo, bajando la voz:
-Un café solo… ¿Y te importaría darme tres cuchillos de plástico?
El dueño del establecimiento puso una cara rara durante unos segundos, pero sabía ya que a aquel hombre le daban ciertas venadas inexplicables de cuando en cuando. Al servirle el café, le dio con discreción los cuchillos mientras bromeaba diciéndole:
-¿Eres consciente de lo cruel que es asesinar a alguien con un cuchillo de plástico? Tienes que raspar bastante para hacer herida.
Ingo puso cara de “no voy a matar a nadie”, pero luego lo pensó mejor, y contestó:
-Así sufren más. Se lo merecen.
Se bebió el café de dos tragos y se marchó tras dejar el dinero correspondiente en la barra. Al llegar a la puerta de la cafetería se dio la vuelta, se acercó al dueño de nuevo y dijo, señalando los cuchillos:
-Quiero ver si sirven como repuesto de chinchetas.
El hombre tras la barra le guiñó el ojo.
-Yo una vez probé con tenedores, pero todo sea por el bien de la ciencia.
Ingo asintió y se fue. Le caía bien el propietario de esa cafetería. Al fin y al cabo, no le regañaba por sus locuras.
Cuatro puñaladas y tres tiros después, Ingo se enfrentaba a la octava víctima. Era una actriz joven, guapa y bastante famosa. El Loco hizo especial honor a su nombre en esta ocasión, quemándola viva. Resistiendo una pequeña convulsión en el estómago, Ingo pensó dos cosas en ese momento: la primera, que no quería morir abrasado como si fuera un pollo; la segunda, que no podía representar esa muerte con chinchetas ni cuchillos de plástico. Reflexionó unos instantes antes de rendirse, coger un cigarrillo del bolsillo de su largo abrigo negro, encenderlo y darle una profunda calada, cerrando los ojos y apoyándose contra la mesa. De repente tuvo una idea. Se acerco al recorte de periódico pegado en la pared junto al resto y le hizo una quemadura con el cigarrillo. Así lo marcaría sin necesidad de quemar el recorte entero. Después fumó tranquilamente el resto, observando su obra pegada en la pared. ¿Qué tenían en común? Habían sido asesinados de diferentes formas. Venían de círculos diversos, pero eran famosos. Además, habían tenido un éxito relativamente reciente, no más allá de cinco años atrás. Él mismo cumplía esta característica: era un entrenador exitoso y jefe de una empresa dedicada a combates y transportes, bien conocida por otros entrenadores fuertes.
Había otro punto en común: en todos los casos, el Loco había burlado unas medidas de seguridad relativamente fuertes. Los actores y cantantes tenían guardaespaldas; los deportistas y empresarios habían sido asesinados en el interior de sus casas blindadas y con alarmas; por último, los entrenadores contaban con la inestimable ayuda de sus poderosos pokemon. Mientras pensaba en ello, palpó la pistola que llevaba en el cinturón. Tenía buena puntería, pero… ¿podría confiar en ella para salvar su vida?
Siguió reflexionando acerca de los motivos por los cuales el Loco había cometido los asesinatos. Aparte de por ser un loco psicópata aburrido, claro estaba. Pensó que podría tratarse de una especie de desafío personal, atacando a sus víctimas cuando estaban protegidas y, aún así, teniendo éxito. En su caso, a medianoche solía encontrarse aún en la estación, terminando algunos informes. A esas horas la estación se cerraba, los guardias vigilaban las entradas y las cámaras de seguridad grababan a cualquier intruso que pasara por allí. Supuso que el Loco preveía que aumentara aún más las medidas de seguridad: pensaría que avisaría a la policía, que se escondería en otro lugar o que directamente huiría a un sitio donde él creyera que el asesino no podría encontrarle. De repente sonrió. Estaba claro que la mejor defensa era resultar imprevisible, y aquello era lo que mejor se le daba hacer, por lo que decidió precisamente no hacer nada.

Llegó el día marcado en la carta y el jefe del metro se lo tomó como cualquier otro día: desayuno y periódico, combate en el tren, comida, bronca al empleado de turno, más combates, vigilar algunas estaciones, bronca a Emmet, cena. La rutina lo calmaba, pese a que sentía un extraño vacío. Había pensado en su plan a lo largo del día, aprovechando los pequeños descansos entre combates. En teoría, esperaría al asesino en la estación, escondido tras una puerta y armado con su pistola. Hubo algún instante en el que dudó de la efectividad de su esbozo mental, pero no se permitió caer en la desesperación. Debía tomarse aquel día como si fuera un juego. Ni siquiera le importaba su vida, sino el hecho de no saber qué iba a ocurrir exactamente. Aparte de todo ello, era vital que nadie se diera cuenta de que algo pasaba, lo cuál no resultó demasiado difícil debido a la constante apariencia impasible ya famosa en él.
Se acercaba la medianoche y la estación se iba vaciando. Vio, sin embargo, que cada vez había más policías. Algunos de ellos iban camuflados, pero Ingo ya los conocía de antes. Supuso que buscaban al Loco, aunque no llegó a adivinar cómo se habían enterado de su próximo ataque. Miró su móvil: su hermano lo había estado llamando. Pensó en devolverle la llamada, pero consideró que si decía algo podría poner en peligro a personas inocentes. Al final guardó el móvil en el bolsillo del abrigo, fingiendo estar fuera de cobertura.
Cuando ya no quedaba nadie en la estación, subió unas estrechas escaleras y entró en una pequeña habitación cuya ventana daba a la sala circular central. Era un puesto estratégico a la hora de observar a la gente que pasara por allí debajo. Pasaron unos largos minutos, durante los cuales vio a un policía de gabardina marrón vigilando la gran sala. No le sonaba su cara, pero supo que era un agente por su forma de caminar, tan cautelosa. El asesino habría caminado con mayor seguridad, menos recato y, posiblemente, con un arma más a la vista. Dos o tres minutos después, cuando el policía estaba al otro lado de la columna central, otra figura apareció en escena. Era un joven de aspecto corriente, moreno y más bien bajo, pero que se movía con rapidez y astucia. Ingo observó que el muchacho llevaba una pistola en la mano. “He ahí el asesino”, pensó. Parecía la típica persona dependiente de un arma y de su intelecto, pues físicamente era bastante mediocre. Se dio cuenta entonces de otro punto en común entre las víctimas: todos destacaban en algún aspecto físico, ya fuera la fuerza o el atractivo. En su caso, y a pesar de la distancia que los separaba, dedujo que podía sacarle fácilmente más de una cabeza de altura y, pese a ser de constitución delgada, era bastante más fuerte que el joven asesino.
El Loco se dirigió al pequeño despacho del jefe del metro, pero antes de llegar a la escalera que subía hacia allí, Ingo tomó una decisión repentina, abrió el cuadro de luces y bajó los plomos. Estaba seguro de que eso no se lo esperaba nadie; ni siquiera él mismo lo había previsto. Muchas veces la gente se había quejado de sus corazonadas y cambios de decisión súbitos, pero tenía que admitir que, a la hora de resultar imprevisible, sus pequeñas locuras le venían genial. Igualmente, pensó, la gente se quejaba de vicio: sus arrebatos surgían a menudo al darse cuenta de algún pequeño detalle que se le hubiese pasado por alto, por lo que rara vez cometía un error. Pero claro, las personas tenían siempre esa maldita necesidad de tener todo bajo control en todo momento. Él mismo era calculador, pero no hasta el punto de resultar inflexible.
Enseguida se encendieron las luces de emergencia. Vio que el policía y el asesino estaban confusos. El último decidió tomar un camino diferente y bajó a uno de los andenes. El policía lo vio de casualidad y lo persiguió con cierto sigilo. Ingo salió corriendo tras ellos y se dirigió también al andén por una escalera alternativa. Iba a ocurrir un conflicto importante allí abajo, pero al menos ya había conseguido desconcertar a su atacante.
Decidió no usar su pistola si no era estrictamente necesario, pues estaba todo bastante oscuro y no deseaba herir a quien no debía. Buscó su navaja en el bolsillo. Se maldijo a sí mismo al recordar que seguía clavada en la pared de su despacho, sujetando el recorte de periódico. Cuando empezó a desesperarse vio, para su alivio, una fregona en la esquina del pasillo. “Bendita limpiadora”. Tomó la fregona y siguió su camino hacia el andén con paso rápido. Llegó a tiempo de ver cómo el policía se enfrentaba al Loco, que de repente sacó su pistola para atacar al agente. Sin pensárselo dos veces, Ingo corrió hacia ellos, reunió toda su mala hostia en un golpe y le rompió la fregona en la cabeza al muchacho, rematándolo con un puñetazo en la nariz. “A dormir, chaval”.

-¿Entonces tú fuiste el del apagón? –dijo Looker, pensativo.
-¿Quién si no? –tomó otro trago de café.
-Estaba convencido de que había sido el Loco –admitió el policía.
-No, él era más discreto, no se habría anunciado de una forma tan obvia.
Looker asintió y miró a su alrededor. Vio que los recortes de prensa seguían pegados a la pared de una manera peculiar. Ingo se dio cuenta, recuperó su navaja y la guardó en el bolsillo de su pantalón.
-¿Siempre vas armado? –inquirió el policía.
-Normalmente sí. También me encargo de la seguridad de este lugar.
Looker lo atravesó con su mirada oscura. Se preguntaba si aquel hombre tendría licencia de armas, pero se calló para no ganarse más su enemistad. Al fin y al cabo, no le había visto utilizar sus armas contra nadie, y la policía local tampoco había dicho nada al respecto, así que supuso que ellos ya lo sabían y aprobaban. Finalmente, tras haber completado la laguna de los hechos, le agradeció de mala gana la colaboración y se fue. Al menos había resuelto el caso del Loco, aunque hubiese sido con un poco de ayuda.

viernes, 6 de abril de 2012

Capítulo 3: El caso del loco en el metro (parte 1)


Looker no mentía cuando aseguraba haber resuelto numerosos casos. No pudo evitar recordar aquel que lo llevó a viajar por primera vez a la región de Unova, a la que ahora había vuelto.
Una vez hubo un loco suelto por el mundo. Se diferenciaba de otros muchos locos en que éste era terriblemente peligroso. Pese a su estado mental, no carecía de inteligencia, arma que utilizaba a la hora de asesinar gente. No importaba el lugar del mundo en el que estuviera la víctima: cuando se obsesionaba con alguien, viajaba a donde hiciera falta. Era muy difícil dar con él, pero Looker era experto en esta clase de casos. Por algo había dedicado su vida en convertirse en un experimentado policía internacional.
Nadie sabía el verdadero nombre del asesino, por lo que lo apodaron “el Loco” (un hurra por el ingenio del poli encargado de buscarle mote, pensó Looker). Sus víctimas, irónicamente, eran de renombre: famosos, empresarios muy conocidos o entrenadores pokemon exitosos. Looker barajaba la posibilidad de que el Loco sintiera envidia de esta gente, lo que lo llevara a la obsesión y a su posterior asesinato. Pese a que sus víctimas estaban muy bien protegidas, el Loco conseguía siempre burlar toda clase de seguridad que se interpusiera en su camino.
La cosa no pintaba bien, y éste era uno de esos intrincados casos en los que Looker debía agradecer cierta ayuda inesperada para resolverlo. La ayuda resultó estar completamente fuera de lo común, aprovechándose del único error que cometió el Loco. El fallo que condenó al fracaso el asesino fue elegir como blanco a una persona exitosa, pero por debajo de la media habitual. El Loco se confió, pues su víctima carecía de medidas de seguridad que la protegieran. En ese sentido, aparentaba ser una persona normal y corriente. Poco sospechó el Loco que Ingo, su próxima víctima, ocultaba con una aparente normalidad una exquisita combinación de inteligencia y mala hostia.

Ingo era el jefe del metro de la gran ciudad de Nimbasa, al norte de Castelia. Ostentaba dicho cargo junto a su hermano gemelo, Emmet, del cual se diferenciaba porque llevaban uniformes de distinto color (el de Ingo era negro y el de su hermano, blanco), y porque tenían personalidades opuestas. En cambio, sus rasgos físicos eran exactamente iguales, así como sus peinados, por lo que podían mirarse a la cara y verse como si estuvieran reflejados en un espejo. A pesar de su diferente personalidad, parecían complementarse a la perfección, razón por la cual decidieron trabajar juntos en lugar de mandarse a la mierda mutuamente.
La opinión que tenía el resto del mundo acerca de los gemelos era unánime: Emmet era alegre, divertido, amable; en resumen, adorable, y tremendamente paciente con su hermano, que era un auténtico cardo. Ante la supuesta perfección que todos atribuían a su gemelo, Ingo solía añadir que Emmet también era algo inmaduro y excesivamente dependiente de segundas opiniones que lo guiaran por el buen camino, ya que tendía a ser inseguro y a dudar eternamente ante cualquier cuestión. Sí, la gente odiaba más a Ingo cuando puntualizaba estos detalles, pero ambos hermanos sabían que ahí residía la clave de su unión y eterno apoyo: Emmet excusaba el carácter poco sociable de Ingo, mientras que Ingo le sacaba las castañas del fuego a Emmet.
En este caso, al antipático jefe del metro le extrañó poco que alguien deseara asesinarle. “Por fin se lanza alguien”, pensó. Enemigos tenía de sobra, sin duda. El Loco; había oído hablar de él. Asesinaba a tiros, a puñaladas, o como le diera aquel día, a gente con éxito. Los asesinaba previo aviso. Y allí, a su izquierda, sobre el escritorio, estaba la carta que le había enviado el Loco. ¿Por qué a él y no al adorado Emmet, típica presa de la envidia más brutal? No lo sabía. Cogió de nuevo el sobre y releyó la dirección. Su nombre estaba escrito allí, pero solo el suyo. Por alguna razón, el Loco lo odiaba. Interesante. Le dio vueltas a ese pensamiento en su cabeza y finalmente sonrió. Una sonrisa traviesa.
-Te estaré esperando –murmuró para sí.

-¡Aleluya! –exclamó Looker, levantándose de su asiento de un salto, eufórico por haber encontrado una pista.
Con la inestimable ayuda de un informático había hallado la fecha y el lugar en que el Loco iba a cometer su próximo crimen. Looker sospechaba que el asesino había permitido el acceso a esos datos para jugar con la policía, pues no era habitual que bajase la guardia de aquella manera. Pese a todo, el agente se aferró a la idea de que era mejor tener una pequeña pista a no tener nada. Quizás el Loco buscaba llamar la atención y hacer de sus crímenes un espectáculo.
El metro de Nimbasa. Medianoche del 12 de abril.
Era la mañana del 12 y Looker dudaba que pudiera llegar a tiempo al lugar del futuro crimen, pero debía intentarlo. Quizás tuviera suerte y pudiera incluso evitar el asesinato. Inmediatamente tomó un avión tumbo a Unova, rezando para que no hubiera ningún retraso.
Diez horas después, tras largos viajes, transbordos y desajustes horarios, se encontraba frente a la estación principal del metro de Nimbasa. Entró con toda la calma que le permitió la situación (y los cinco cafés que había tomado durante el viaje), y trató de tantear el terreno. Había contactado con la policía local, que estaba ya al tanto de la situación, pero aún así temían que el famoso Loco superara la barrera de seguridad. Además, una cuestión entorpecía la situación más aún: ¿quién era la víctima? Esta vez nadie había llamado a las autoridades para denunciar una amenaza.
Sin saber quiénes eran ni qué aspecto tenían tanto el asesino como la víctima, poco pudieron hacer la policía y Looker en la estación más que esperar a ver qué sucedía mientras buscaban entre la multitud a alguna persona de aspecto sospechoso. La tarea se presentaba difícil al estar la estación repleta de gente: viajeros habituales que iban y volvían de trabajar, y poderosos entrenadores que se retaban en duros combates a bordo de trenes especialmente preparados para las batallas. Estos entrenadores entraban dentro del rango de víctimas del Loco, pero… ¿cuál de entre todos ellos? ¿Y quién podía ser el asesino entre tanta gente? Los niños no, por supuesto. Looker no podía imaginar que un crío pudiera tener una mente tan brillante y retorcida. Había también muchos jovencitos alegres que parecían centrarse en exclusiva en sus pokemon. Ellos no serían tampoco asesinos, con gran probabilidad. Poca gente iba a solas, pero todos ellos tenían pinta de estar tan solo de paso. ¿Quién podía ser…? Por más que buscaba, nadie se salía de la norma. Looker sabía que no podía fiarse de las apariencias, pero no tenía nada más. Debía fiarse de su instinto incluso aunque pudiera acarrearle problemas. Muy a su pesar, pasó el tiempo, la policía seguía viendo todo normal, y el reloj se acercaba ya a la medianoche.
Habían avisado incluso a los jefes del metro. Looker se encargó de explicarle la situación a Emmet, que se mostró comprensivo y servicial, pese a que no había recibido noticia de nadie que hubiera sido amenazado. La preocupación se palpaba tras su sonrisa, vano intento de tranquilizar a la policía allí presente. Enseguida trató de informar a su hermano mayor, pero no fue capaz de contactar con él. Eso no ayudó a calmar sus crecientes nervios. “¿Por qué siempre desapareces en el peor momento?”, se lamentó.
Poco antes de las doce, la policía ya se había reunido de nuevo, decidiendo montar guardia en todas las entradas. Looker, sin embargo, se dispuso a patrullar el interior de la estación, ahora vacía, junto a Emmet y algún otro agente. Se repartieron las áreas de vigilancia, siendo Looker el que se quedara en la sala central, de grandes dimensiones y forma circular. Fue caminando lentamente alrededor de la columna central, investigando cada recoveco y buscando cualquier ruido en el incómodo silencio en el que se sumía el edificio. Nadie aparecía. Nadie le daba un aviso de que hubieran encontrado algo.
De repente, todas las luces se apagaron. Looker dio un salto atrás y esperó unos segundos hasta que las lámparas de emergencia iluminaran la sala lo suficiente para poder moverse sin estamparse contra una pared. Pudo oír los gritos de sorpresa de los otros policías a lo lejos, en la entrada. Se disponía a coger el teléfono móvil del bolsillo de su chaqueta cuando vio una sombra moverse por el rabillo del ojo. Giró con rapidez, logrando atisbar dicha sombra bajando unas escaleras que llevaban a uno de los andenes. Sin hacer ruido, cogió su pistola y se dirigió sigilosamente hacia los escalones. Bajó con mucho cuidado, atento a cualquier detalle, movimiento o sonido que sus sentidos pudieran captar. Cuando llegó al último paso de la escalera, vio una figura frente a él, a pocos metros de distancia. La persona allí presente emitía una risa de tono malvado, aunque en voz baja.
-Qué sorpresa, ¿no? Habéis intentado engañarme.
-¿Qué…? –murmuró Looker-. ¿A qué te refieres? ¿Quién eres?
El andén estaba muy oscuro y el policía no pudo distinguir apenas los rasgos faciales de aquella persona. Cuando sus ojos se adaptaron un poco más a la oscuridad, vio que se trataba de un joven de unos veinticinco años de edad. Bajo, pelo corto… Podría haber estado todo el día en la estación sin que nadie lo notase, pues era un muchacho de aspecto bastante normal, siéndole fácil pasar desapercibido.
-Eres el Loco, ¿verdad?
-Así me conocéis vosotros, sí –fingió una risa.
Quién lo iba a pensar… Un joven completamente normal, al menos físicamente. Looker confirmó así, una vez más, que no debía fiarse del aspecto de la gente.
-Quedas detenido por…
-Quieto ahí, no tan rápido –lo interrumpió el Loco.
El policía no podía distinguir la expresión dibujada en el rostro del asesino.
-¡He dicho que estás detenido! –gritó con voz muy firme, apuntándole con la pistola.
-¿Crees que es tan fácil? Muchos lo han intentado ya. Pero… -empezó a reír de nuevo, otra vez esa risa tan malvada-. No lo consiguieron, obviamente. Los hice desaparecer.
El Loco avanzó un paso y el policía retrocedió inconscientemente. No supo definir si lo hizo por precaución o por miedo.
-Eres un psicópata –murmuró Looker-. Y no saldrás de ésta. Tu sitio está en la cárcel. O en el manicomio.
-Oh, claro que soy un psicópata, y por supuesto que saldré. Siempre salgo. Además –levantó un dedo, imitando a un maestro de escuela-, te mostraré cómo. Serás afortunado.
Con una rapidez asombrosa, el Loco movió su brazo. Looker percibió muy brevemente un destello metálico: era el brillo de una pistola. Levantó la suya propia, preparado para disparar en defensa propia, cuando una segunda sombra cruzó corriendo el andén. Solo la vio Looker y, en tres segundos, la misteriosa figura levantó lo que parecía ser una barra larga, descargando un fuerte golpe sobre la cabeza del Loco, que quedó aturdido y dejó caer la pistola. El asesino se giró para intentar ver a su agresor, pero no le dio tiempo: el agente fue testigo de cómo la misteriosa tercera persona tumbaba de un puñetazo al joven, que cayó inconsciente al suelo. Tras ello, oyó que su salvador murmuraba, con voz grave:
-Kaputt.
-¿Quién eres? –inquirió Looker, aún con el arma en la mano y apuntando al recién llegado.
Con la ayuda de su móvil consiguió iluminar un poco la escena. El Loco (Looker pudo comprobar que era moreno) estaba tirado en el suelo, con la nariz sangrando por el puñetazo que había recibido. A su lado, una barra partida en dos. ¿Barra? “¡Le ha partido una fregona en la cabeza!”, pensó, sin saber cómo tomárselo. Era obvio que aquella persona había cogido lo primero que había encontrado, pero ¿una fregona? Aquello era surrealista. Entonces miró, por fin, a la misteriosa figura que se había parado frente a él.
-¡¿Emmet?!



***

Como un cuento de hadas, pero sin las hadas.