Bienvenidos al infierno de las tazas

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sábado, 23 de junio de 2012

Capítulo 9: Inalcanzable (parte 1)


A pesar de que permanecieron varias horas en el Café Alma y hablaron con toda la gente que encontraron, Looker y Smith no descubrieron nada nuevo ni vieron a alguien que levantara sus sospechas. Al final, ya de madrugada, no les quedó más remedio que volver al hotel y descansar unas horas.
Al día siguiente, una llamada de móvil despertó a Looker de su agradable sueño. Poco después, estaba llamando frenéticamente a la puerta de la habitación de Smith. El rubio agente apareció con cara de dormido, despeinado y gruñendo.
-¿Qué? –murmuró, intentando enfocar la vista.
Looker se coló en la habitación, cerrando la puerta tras él.
-Uno de los agentes infiltrados en la mafia nos ha avisado de la situación del almacén en el que se esconden. Lo hemos tenido delante de nuestras narices y no lo hemos visto. Ya he avisado a la policía local, así que date prisa en vestirte.
-¿…Puedo desayunar antes?
-No.

Llegaron frente al almacén, un edificio sencillo con una gran puerta metálica al frente y unas escaleras en un lateral. Había varios agentes de policía repartidos por las calles colindantes, con cuidado de no llamar la atención. Looker y Smith eran los encargados de entrar en el edificio para investigar todo lo que pudiera esconderse allí. Según los datos que habían recibido, en aquel sitio solo quedaban dos miembros de la mafia, a los que esperaban encontrar. Habían acordado entrar por la escalera lateral en lugar de por la principal para hacerse notar menos.
Una vez en lo alto de la escalera, y con toda la atención puesta en no hacer ruidos con sus pasos, Looker sacó del bolsillo de su gabardina marrón un kit especial para abrir puertas. Aunque tardó cerca de dos minutos en manipular la cerradura de la puerta, finalmente consiguió abrirla sin que apenas chirriase. Smith se adelantó, entrando en el oscuro almacén con su pistola en la mano. Looker guardó el kit y lo siguió, empuñando también un arma. Caminaron por la pasarela de metal que formaba el estrecho segundo piso del almacén, iluminado tan solo por algunos débiles rayos de sol que se colaban por las ventanas de los sucios cristales. Se notaba que el edificio no había sido muy usado en los últimos años.
Por más que buscaron no atisbaron ninguna sombra moviéndose por el almacén. Pese a todo, no bajaron la guardia en ningún momento: el primer piso estaba hasta arriba de cajas de madera, tras las cuales podía esconderse cualquier peligro al acecho del momento óptimo para atacar. Los dos agentes se movieron sigilosamente entre las cajas, sus nervios a flor de piel, pero no vieron a nadie. Tras terminar la ronda, se relajaron un poco. Abrieron una de las grandes cajas de madera y comprobaron que contenía una gran cantidad de droga.
-Al menos podremos incautar la droga…
-Sí, pero, ¿dónde se esconden ellos? –se preguntó Looker.
Como respuesta a su pregunta sonó un crujido de metal que parecía provenir de la pasarela del segundo piso. Looker y Smith empuñaron con fuerza sus pistolas al grito de:
-¡Policía! ¿Quién está ahí?
Subieron corriendo las escaleras, a punto incluso de tropezar por las prisas. Llegaron a tiempo de ver a uno de los mafiosos, de pelo castaño y rizado, y constitución atlética, que estaba abriendo la ventana del lado contrario a la entrada de las escaleras laterales. Desde allí calcularon que habría una altura de unos tres metros hasta el suelo de la calle. El hombre les lanzó una mirada burlona, acompañada de una sonrisa de similar naturaleza.
-Troppo tardi. Ciao!
Cuando Looker se lanzó sobre él, éste ya había dado un enérgico salto por la ventana.
-¡No! –chilló Smith.
Asomados por el marco metálico de la ventana contemplaron atónitos cómo el italiano caía al suelo con una asombrosa voltereta, saliendo completamente ileso. Una vez posado en la acera, comenzó a correr con gran rapidez, perdiéndose entre los callejones. Smith ya estaba avisando a los policías de guardia acerca de la huida, mientras que Looker maldecía por lo bajo su mala suerte. Habían estado tan cerca…
De repente, una idea se presentó en su cabeza como si hubiera caído del cielo. Faltaba el otro mafioso. Miró a su alrededor con gran rapidez, escaneando el edificio en busca de cualquier indicio que le indicase que había otra persona allí. Pocos segundos después detectó la puerta principal del almacén, abierta de par en par.
-¡Matt, se ha escapado el que faltaba! –exclamó con amargura.
Salieron a la calle y se unieron a una exhaustiva búsqueda de ambos criminales por toda la zona. No podían haber ido lejos y, sin embargo, habían desaparecido sin dejar rastro, con una rapidez sobrenatural. Los policías que estaban colocados en las calles colindantes apenas habían visto una sombra moverse, sin saber en qué dirección iban. Intentando soportar por todos los medios la inmensa frustración que lo invadía, Looker caminó por las calles más cercanas al almacén. Pocos minutos después encontró, en una oscura esquina, una tapadera del sistema de alcantarillado levantada. Era obvio que aquélla era una brillante forma de que los mafiosos hubieran escapado, dando esquinazo a una desesperada policía que siempre comprobaba lo que no debía. Con una mezcla de rabia e impotencia, Looker cogió su móvil y llamó a Smith.
-Olvida la búsqueda. Han escapado hace un rato por las alcantarillas. Que busquen allí por si tuvieran suerte, pero nosotros aquí ya no pintamos nada.

Aquélla misma tarde, Looker, de vuelta en Nimbasa y con los ánimos por los suelos, se tomó un café en la Estación Radial. Se encontraba sentado en una de las mesas de la cafetería, medio inclinado, la cabeza descansando sobre su mano en señal de resignación. Su mirada se perdía en el monótono techo del establecimiento. Necesitaba pensar, así que aprovechó el rato en el que esperaba a que Irene volviese de luchar de los trenes para ordenar su mente un poco. Estaba tan inmerso en sus pensamientos que no notó que alguien se había acercado a él hasta que dicha persona dijo:
-Toc toc.
-¿Sí? –respondió, aún distraído.
-Estoy buscando al Doctor.
-¿Qué doctor? Yo no soy ningún doc… -se dio la vuelta para verle la cara-. Oh, no.
Se llevó la mano al rostro, cansado. La presencia del jefe del metro vestido de negro lo incomodaba, y no era precisamente lo que necesitaba en aquel momento.
-¿Qué quieres? –preguntó cansinamente.
Ingo levantó una ceja.
-Un viaje en la TARDIS, obviamente.
Looker puso cara de hastío.
-Yo no soy el…
-No finjas –lo interrumpió Ingo-. Aunque digas que te llamas Looker, tu cara está gritando “Gallifrey”. Pero no temas: los daleks huyen cuando me ven.
-No me extraña –murmuró el agente.
El rubio hombre se sentó frente a Looker. Mantuvieron un duelo con la mirada.
         -He notado que no estuviste ayer.
-Estaba de viaje –lo informó el policía.
-Y dejaste sola a la chica.
-¿Y a ti qué te importa?
-Menos bordería, hombre –le reprochó Ingo, inclinándose hacia delante-. La he estado vigilando. El matón que os persigue no le quitaba el ojo de encima.
Looker frunció el ceño.
-Eres muy observador.
-Como ya le dije a Irene, tengo ojos. Veo lo que ocurre.
-¿No crees que deberías mantenerte alejado de todo este asunto? Quiero decir… No quiero ser borde –aclaró-, pero puede ser peligroso.
-No es que pueda serlo. Lo es.
El agente levantó una ceja, incrédulo.
-¿Por qué dices eso?
-Irene me dijo que es peligroso. Ha sido lo único que me ha contado, no ha querido entrar en detalles. Llevo ya unos días viendo al mismo tipejo que quiso hacer negocios con nosotros, y sé que os está vigilando a todas horas. Insistís en que no intervenga, lo cual puedo comprender, pero es mi metro y hay un hombre sospechoso poniendo en peligro a mis clientes. No pienso quedarme de brazos cruzados.
-Veo que tienes claras tus prioridades. Sin embargo… -irguió los hombros mientras pensaba cómo continuar-. Deberías confiar en el esfuerzo de los policías encargados de este asunto.
Ingo lo miró con expresión neutra. Looker no supo interpretar qué pensaría el jefe del metro acerca de lo que acababa de decirle.
-Pronto pillaré al que me espía –añadió el policía.
-Lo dudo.
-¿Qué?
-Es más listo de lo que parece. Desaparece sin dejar rastro. Es muy rápido.
-Pero tú le hiciste frente.
-Y salió corriendo. La retirada es el arte de los cobardes, pero un arte al fin y al cabo. Y, a veces, hasta es la opción más inteligente.
Looker reflexionó sobre aquellas palabras.
-¿Entonces qué pretendes hacer?
-Ayudar, por supuesto. Yo tampoco quiero que una mafia se extienda por la región.
-¿Y cómo pretendes ayudar?
-Soy militar –respondió, enarcando una ceja.
-Eras militar –remarcó el policía.
Ingo apretó los labios, enfadado, y atravesó con la mirada al otro hombre.
-Soy un hombre de acción, aunque no lo parezca. Trabajé en Inteligencia, y sé investigar. También sé manejar armas. Controlo un amplio sistema ferroviario. Puedo enfrentarme a mafiosos.
-Y ya que te pones puedes redactarme un cv… -ironizó Looker.
-No hay necesidad –contraatacó él-. Sabes de qué soy capaz.
Looker no dijo nada, limitándose a observarlo. Decidió desviar el tema.
-¿Qué más te dijo Irene?
-Solo eso. Y que una vez entras en ello, no sales.
-¿Pero por qué te lo contó?
-Digamos que toqué un punto sensible al hablar con ella. No preguntes cuál.
-Veo que eres muy protector con ella.
-No soy protector, sino buen confidente.
-Ya veo… Y ella no suelta prenda.
-¿No soy el único?
-Parece que no. Y eso que mi investigación depende en parte de lo que me diga ella. Sé que me está ocultando algo.
-Espero que sepas más que yo, al menos.
-Sí, eso espero –admitió Looker-. Pero es confidencial.
Los ojos gris claro de Ingo se estrecharon.
-Me lo temía.
-Necesito que confíe en mí, y para ello tengo que demostrarle que puede contarme sus secretos sin miedo a que los airee –explicó el agente.
-Me parece bien. Pero dime una cosa… ¿Qué relación tiene ella con el asunto de la mafia? Te acompaña, pero no es policía.
-Lo siento, no puedo decírtelo. Solo Irene puede decidir si quiere contártelo o no.
-No ha querido contármelo.
-Entonces yo no puedo hacer nada –se excusó Looker, levantando las manos.
-Me tocará esforzarme para que confíe en mí –murmuró, pensativo.
-¿Tanto te interesa saber qué le pasa?
-Me importa.
Ingo miró al policía con una seriedad fuera de lo habitual.
-Eso es muy raro en ti –puntualizó Looker.
-Cierto. Es extraño que alguien me dé buenos motivos para que me importe lo que le ocurra.
-¿Se puede saber qué ha hecho?
El jefe del metro suspiró y dijo:
-Soportarme. Perdonarme. Y, sobre todo, ver cosas buenas en mí.
Looker mostró una mueca de incredulidad.
-Y nunca ha puesto una cara como esa –añadió Ingo.
-Entiendo que te importe. Aunque a ella no la comprendo.
-Ni se te ocurra tomarla con ella –amenazó el antipático hombre.
El policía no pudo evitar sonreír ante semejante muestra de protección.
-Bueno, si la defiendes siempre así, no será tan malo para Irene.
-Una cosa te puedo prometer, Looker, y es que me aseguraré de que no le pase nada mientras esté conmigo.
El hombre moreno suspiró pesadamente. Dio un sorbo a su café antes de decir:
-Ten mucho cuidado. Es peligroso, como dijo Irene. Que quieras protegerla no significa que vaya a permitir que metas tus narices en nuestros asuntos.
-Ya lo veremos –contestó Ingo, inclinándose hacia delante.
Se observaron en completo silencio durante un rato. Looker pensaba que aquello era una especie de duelo no verbal. Por el contrario, Ingo estaba aprovechando la calma para estudiar en su cabeza la mejor forma de ganarse la confianza de Irene sin echarlo todo a perder por una frase mal dicha en el momento erróneo. La presencia del policía no lo incomodaba en absoluto, y no lo interrumpía en sus cavilaciones.
La tranquilidad se rompió cuando apareció la joven pelirroja, que entraba sonriente en la cafetería. Daba la impresión de haberse hecho con la victoria de nuevo. Al ver al agente se alegró aún más, saludándole con energía.
-Me alegra volver a verte –le dijo.
-A mí también –le respondió éste, abrazándola.
Irene se quedó impresionada ante la inesperada muestra de cariño, pero la recibió con gran felicidad. Aún entre los brazos del policía, vio a Ingo sentado en la mesa, mirándola con curiosidad nada disimulada. Lo saludó moviendo los labios sin emitir sonido alguno, y él inclinó la cabeza a modo de respuesta. Cuando Looker la soltó por fin, preguntó:
-¿Estás bien?
-Sí, perfectamente –respondió ella-. ¿Por?
-Ingo me ha dicho que te han estado vigilando.
Irene perdió su sonrisa en una fracción de segundo.
-Sí, es verdad. Pero él me ayudó a esconderme.
-¿En serio?
Looker miró al jefe del metro inquisitivamente, la incredulidad reflejada en sus ojos.
-Por supuesto –corroboró Ingo.
El policía y su compañera se acomodaron de nuevo en los asientos.
-Sabía que estarías bien en mi ausencia.
-Bueno, he tenido el gran privilegio de conocer a Ingo y que haya querido ayudarme –admitió ella, sonriendo inocentemente.
El alto hombre tosió, azorado, y escurrió su mirada hacia el suelo.
-No ha sido nada –murmuró.
La joven se dirigió entonces a Looker.
-¿Qué tal ha ido el viaje?
-No muy bien, la verdad… Se nos han escapado. Hemos estado muy cerca de ellos.
-Qué rabia…
-Sí. Hemos encontrado un almacén lleno de droga. Había tres mafiosos, pero les hemos perdido de vista en cuestión de segundos. Se colaron por las alcantarillas y no nos dimos cuenta hasta que fue demasiado tarde. Le pedí a la policía local que rastrearan las cloacas y buscaran pistas, pero creo que no va a ser fácil dar con ellos de nuevo. Ni siquiera sabemos a dónde han podido ir. Tan solo queda esperar a que me avisen si encuentran algo…
Irene asintió, mordiéndose el labio. Como otras veces, Ingo no pasó por alto su reacción y le preguntó con extraña suavidad:
-¿Te encuentras bien?
Ella lo miró preocupada, pero asintió. El hombre le retiró un mechón de su pelo rojizo mientras empezaba a hacer conexiones en su mente a partir de la información que había recibido. Estaba bastante convencido de que la mafia era una amenaza para la joven.
-Nadie te hará daño.
Irene hizo un esfuerzo por sonreír al asentir con la cabeza.

A pesar de sus anteriores logros, Irene no pudo hacerse con la victoria en el último tren del día. Estaba en el quinto vagón y se enfrentaba a un entrenador de la misma edad que la suya. Había tenido la mala suerte de que su enemigo poseyera un Chandelure, por lo que el equipo de la pelirroja estaba en clara desventaja. Por supuesto, su Litwick aún era muy pequeño y estaba sin entrenar, así que no lo había llevado al combate en el metro.
Se enfrentó a su rival encarándolo con la mayor dignidad posible, pero, pese a que él no manejaba a Chandelure con la excepcional habilidad de la que sí podía presumir Ingo, perdió la batalla, como ya había esperado. Hizo volver a la pokeball a su herido Blaziken, maldiciéndose a sí misma. Aun con los consejos del jefe del metro en su mente, había vuelto a caer en las trampas del elegante pokemon fantasma. Se sentía terriblemente frustrada cuando se sentó en una de las esquinas de los asientos del vagón.
Poco después llegó otra entrenadora. Era morena, alta y bastante guapa, y su actitud de seguridad la hacía parecer capaz de vencer a cualquiera que se interpusiera en su camino. Todo lo contrario a Irene en ese momento, que estaba desmoralizada. Apretó la mandíbula con rabia, dándose cuenta de que su enfado no se debía del todo al hecho de haber perdido. ¿Y si la chica que estaba luchando en ese momento vencía y pasaba al siguiente vagón? ¿Y si llegaba a luchar contra Ingo? Sintió un nudo en el estómago. Era ella quien debería haber llegado a luchar contra el jefe del metro. Sentía que lo había decepcionado, que no había llegado a cumplir lo que Ingo esperaba de ella. Perder contra él era un privilegio, pero no ganar a alguien que estuviera antes que él resultaba una humillación. ¿Y qué pensaría Ingo de aquella guapa chica…? De repente sintió que estaba yendo por el mal camino. Una gran desolación inundaba su alma. Sacudió la cabeza y se obligó a pensar en otras cosas.
Cuando el tren se detuvo, ya de vuelta en la estación, Irene bajó la última, a paso muy lento. No tenía ganas de nada. Caminó por el andén despacio, sumida en oscuros pensamientos. Lamentaba que siempre que se sintiera alegre ocurriera algo que enseguida la entristeciera. Estaba tan absorta en sus reflexiones que no oyó unos pasos de alguien corriendo tras ella hasta que una mano tocó su hombro. Como no esperaba que quedara nadie allí, dio un respingo. Con una mano en el pecho, se dio la vuelta.
-No pretendía asustarte –dijo Ingo, extrañado.
-Ya… Hola.
-¿Ibas en el tren? –preguntó, señalando el vehículo.
-Sí…
-Deduzco que te han vencido antes de llegar a mí.
Irene no respondió. Se limitó a bajar la cabeza, avergonzada.
-¿Qué pokemon ha sido? –quiso saber él.
-Un Chandelure…
-Entiendo. Pero no te preocupes, cuando Litwick crezca, eso dejará de ser un problema.
-Eso espero –murmuró. Tragó saliva y se atrevió a preguntar-: ¿Ha llegado alguien hasta ti?
-Sí. Una chica.
Irene apretó más la mano contra el pecho.
-¿Cómo era?
Alzó la mirada de nuevo. La expresión facial del alto hombre denotaba algo de desconcierto.
-Ni… idea. Solo sé que ha perdido enseguida. Bueno, parecía muy creída, eso sí.
-¿Y ya está?
-Sí.
Silencio.
-¿…No? –corrigió Ingo.
-Sí, sí… Sí…
-¿Por qué lo preguntas? –inquirió, confuso.
-Por nada. La vi luchar y venció y yo perdí y…
-Era aburrida. Ni me fijé en ella. Me habría gustado que hubieses sido tú. Nuestros combates son interesantes.
De repente, Irene se sintió mejor, como si hubiera llevado una mochila pesada y acabara de descargarla. Ingo la acompañó hasta la salida de la estación, donde ella se dispuso a despedirse de él.
-¿Quieres que te acompañe? –se ofreció el jefe del metro.
-¡Oh, no hace falta! Estaré bien.
-Es bastante tarde –argumentó él.
-No te preocupes, de verdad. El Centro Pokemon está muy cerca.
A pesar de que Ingo insistió varias veces, la muchacha se negó a que la acompañara. Finalmente el jefe del metro desistió.
“Si fuera a cumplir mi palabra de no vigilarla… Qué inocente es”, pensó.

Guido había recibido por la mañana un mensaje de su jefe. Le había informado de que la policía los había descubierto en el escondite de Nacrene y se habían visto obligados a huir. El matón informó al capo de la situación de la chica y la creciente relación entre ella y uno de los jefes del metro. Finalmente, Gianni Bianchi había decidido deshacerse de su hija antes de que se aliara con alguien demasiado peligroso para ellos.
-Captúrala y tráemela. Me encargaré de matarla de una vez –le dijo a Guido desde el otro lado del teléfono-. Pero antes quiero que me hable de cierto tema.
La fría voz de su jefe le provocó escalofríos. Cuando colgó, el matón se puso a hacer planes. Tras darle varias vueltas, decidió que atacaría a la chica esa misma noche, cuando ella volviese sola al Centro Pokemon desde la Estación Radial.
Sobre las ocho de la noche salió del hotel para dirigirse a la estación. Llevaba varios utensilios, como una fuerte cuerda, además de varias armas escondidas entre su ropa. Aunque en la calle hacía frío, Guido siguió adelante sin rechistar: tenía una misión que llevar a cabo.

* * *

Looker e Ingo no habían hablado antes. Solo sabían que el otro rondaba por allí a través de las conversaciones de ambos con Irene. Es decir, que esta es la primera conversación real que tienen desde el caso del Loco :D

lunes, 18 de junio de 2012

Capítulo 8: Litwick


La búsqueda de Looker y Smith por los almacenes no dio gran resultado. Empezaba a anochecer y los establecimientos estaban cerrando, lo que dificultaba la investigación.
-Me parece que no vamos a poder hacer mucho más por hoy –se lamentó Looker-. Tenía la esperanza de encontrar algo más concreto, pero las pistas no han servido de mucho.
-¿Qué te parece si vamos a cenar al Café Alma y de paso vigilamos si vuelven a aparecer los mafiosos? –propuso Smith.
-Está bien, es lo mejor que podemos hacer.

Irene había pasado el resto de la tarde en el Centro Pokemon. Temía salir a la calle después de que el matón la hubiera estado vigilando. Tras ver un poco la televisión, que resultaba tremendamente aburrida para ella, optó por tumbarse en la cama y pensar, de nuevo, en los acontecimientos que habían ocurrido en su vida. No tardó mucho en romper a llorar. Quería dar siempre la sensación de tener todo controlado, pero nunca podía evitar derrumbarse cuando se quedaba sola.
Trataba de calmar su llorera cuando recibió un mensaje. Pensó que sería de Looker. Cogió su móvil y abrió el mensaje, haciendo un esfuerzo por leer el texto entre sus lágrimas. “Me aburro. Estoy luchando contra un entrenador guay de esos. No vale ni la mitad que tú”. Se frotó los ojos. Era un mensaje muy extraño, y la escritura no era la típica del agente. Lo releyó dos veces, y fue entonces cuando se dio cuenta de quién lo había escrito: Ingo. Se quedó con la boca abierta. ¿Cómo había conseguido su número? Supuso que lo habría dejado registrado cuando le cogió el móvil en el túnel. Antes de que consiguiera reaccionar ya le había enviado otro mensaje. “En serio. Estoy escribiendo en medio de un combate. Es muy aburrido”. Irene no sabía qué contestar de lo sorprendida que estaba.
Otro más.
“Ayer fue divertido. Te echo de menos. ¿Por qué no has venido hoy?”
Irene se levantó de la cama y fue al baño. Abrió el grifo del agua fría y se lavó la cara hasta que se hubo despejado completamente. Cuando volvió, tenía un mensaje más. Se sentía importante y no pudo evitar que una sonrisa se dibujara en su rostro.
“¿Te has enfadado conmigo?”
Decidió contestar. Escribió: “No estoy enfadada. No he ido porque perdí el tren de la tarde”.
Un minuto después recibió la respuesta.
“Cierto. Te llevé de paseo a esa hora. Este tío es idiota, ha usado un ataque de fuego contra Chandelure”.
Irene rio. Le parecía curioso que le estuviera contando cosas tan banales.
“Yo también usé fuego contra Chandelure”, respondió.
“Pero tú no lo sabías. Éste lo ha hecho ya cuatro veces. Y es de Unova. Uups, gané”.
La joven se imaginó la escena: un apurado entrenador que cometía errores idiotas por puros nervios, y el jefe del metro ante él, con cara inexpresiva y el móvil en la mano mientras lanzaba órdenes desganadas a su equipo, cuya experiencia les permitiría arreglárselas por sí solos sin problemas. Se rio a carcajadas. Aquel hombre había conseguido hacerla olvidar sus problemas. Volvió a tumbarse en la cama, bastante más tranquila. Sin darse cuenta, el cansancio se apoderó de su cuerpo y enseguida se quedó dormida.
Despertó media hora después. Otro mensaje. Definitivamente nadie la había despertado así jamás. Se despejó un poco y leyó el texto. También era de Ingo.
“¿Podrías venir a mi despacho?”
Trató de recordarlo, pero no sabía dónde estaba su despacho.
“No sé dónde está.”
Le respondió que lo esperara en la entrada de la estación. Tras confirmarle su asistencia, se adecentó un poco y salió del Centro Pokemon.
La ciudad estaba iluminada por miles de luces de colores y la gente que salía del trabajo le daba más vida a las calles. Irene quedó impresionada ante el ritmo de la ciudad. Sorteó varios grupos de alegres personas que se dirigían a alguno de los muchos lugares de entretenimiento y diversión de la ciudad. Ella pronto llegó a la Estación Radial, su propio sitio de recreo. Por suerte para ella, estaba cerca de su residencia en el Centro Pokemon y tuvo que caminar poco para llegar hasta allí. Vio en la entrada la estilizada figura de Ingo, que la estaba esperando allí fuera. Cuando se acercó a él, observó que estaba fumando.
-No sabía que fumaras –comentó ella.
Ingo, que permanecía muy quieto, a excepción de su mano, le dio una calada al cigarro, la miró y respondió, con tono melancólico:
-No sabía que aún te quedaran ganas de verme.
-¿Por qué dices eso? –preguntó, extrañada.
-La gente, a estas alturas, ya se habría hartado de mí.
-Pero si no has hecho nada –replicó.
-Te quité el móvil, entre otras cosas.
-Pero fue para bien –se encogió de hombros.
Él la miró fijamente, muy serio. Había tenido tiempo mientras la esperaba para darle vueltas a los pensamientos de su cabeza. Una vez más, confirmó sus creencias: los demás no le habrían dado ni la mitad de oportunidades que aquella muchacha. Para ser tan desconfiada, creía en él mucho más que la gente normal.
Se dio cuenta de que ella tiritaba de frío, pese a llevar el abrigo bien cerrado, y, aún con todo, no había dejado de dedicarle una pequeña sonrisa. A él le quedaba medio cigarrillo, pero no dudó en tirarlo y hacerla pasar dentro, donde estaría caliente. Aguantaría las ganas de fumar con mucho gusto.
Dentro de la estación tuvieron que abrirse paso entre una marea de gente que subía y bajaba las escaleras de los andenes. Ingo permaneció cerca de Irene en todo momento para evitar que se perdiera, cogiéndola a veces del brazo cuando iban a cambiar de dirección. A pesar de la muchedumbre, el jefe del metro se movía con gran agilidad entre la gente.
-Debes de llevar muchos años trabajando aquí para moverte tan fácilmente –señaló Irene, queriendo romper el silencio que la incomodaba.
-Sí, llevo mucho tiempo aquí.
Una pausa se acomodó entre ellos. Irene no sabía si debía decir algo, qué decir y cómo. Ingo, por el contrario, estaba muy a gusto sin tener que hablar. No se planteó en ningún momento que su acompañante pudiera pensar de manera diferente.
Para alivio de la joven, poco después llegaron a unas escaleras privadas. Tras subirlas se encontraron en un largo pasillo. Una de las puertas a la derecha daba al pequeño despacho del jefe del metro. Cuando éste la hubo abierto, le sujetó la puerta a la joven para que pasara primero. Irene estudió el pequeño cuarto: un oscuro escritorio de madera se encontraba justo enfrente, y estaba hasta arriba de documentos. Alrededor había dos estanterías repletas de carpetas y libros. Éstos no eran solo manuales, como cabría esperar en un lugar así, sino que también había un gran número de novelas de diversos géneros. Sin duda, Ingo era un lector asiduo. Contra la pared en la que se encontraba la puerta del pasillo había un viejo sofá marrón. En la pared de la derecha había otra puerta, que permanecía cerrada.
-¿Qué hay tras esa puerta? –quiso saber Irene, señalándola.
-El baño.
Irene se quedó sin saber qué decir. Por alguna extraña razón había esperado que hubiera un armario lleno de documentos que nadie conocía o algún otro objeto secreto. Quizás el misterioso hombre no lo era tanto como ella creía. Sonrió ante su inocente sorpresa. Mientras tanto, él se acercó a la silla que había tras la mesa y cogió a su Chandelure, levantándolo hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura.
-Hola, bonita –la saludó en un susurro-. ¿Cómo va?
Chandelure emitió un silbido calmado. Ingo miró entonces a la chica, haciéndole un gesto con la mano para que se acercara. Irene obedeció y comprobó que en la silla había un huevo pokemon.
-Chandelure lo puso ayer y ha estado incubándolo, pero me temo que no podremos encargarnos de él cuando nazca. De ahí saldrá un Litwick.
Observó atentamente a la joven antes de preguntar:
-¿Lo quieres?
-¿Yo? Pero no sé si podré cuidarlo bien… ¿Y Chandelure no se pondrá triste?
-No, está acostumbrada –explicó, sosteniendo bien a la pokemon entre sus brazos-. Ya ha puesto huevos más veces. Y no es la única. Emmet llenó una vez la casa de Joltiks. Había uno en cada esquina.
Irene reflexionó qué debía hacer, mirando con atención el huevo.
-Si lo crías, podrás enfrentarte a Chandelure sin problemas –añadió Ingo.
Ella levantó la vista hacia la cara del hombre. Él la miraba con curiosidad, esperando una respuesta.
-Está bien –respondió finalmente-. Intentaré criarlo lo mejor que pueda.
Ingo sonrió, y Chandelure emitió un canto de satisfacción. Irene le devolvió la sonrisa y cogió el huevo. Estaba caliente y parecía moverse un poco por dentro.
-Estoy convencido de que lo cuidarás muy bien.
Ella no pudo evitar sonrojarse.
-Gracias por confiar en mí –murmuró tímidamente.
Salieron del despacho. Irene no sabía si debía irse o no. Mientras Ingo cerraba la puerta con llave, preguntó:
-¿Has tenido algún problema al venir?
-Uh… No, ninguno.
-¿No has vuelto a ver al matón ese?
-No. Aun así, he pasado la tarde en el Centro Pokemon.
-¿Haciendo qué?
-Viendo la tele –respondió sin entrar en detalles.
Él la atravesó con la mirada. Era obvio que no la creía.
-Has debido de ver una película muy triste –dijo él con ironía.
-No he visto ninguna película triste –negó, extrañada.
-Claro que no. Lo cual me confirma que has llorado por otra cosa.
-No he llorado –respondió con tono arisco.
-Tus ojos no dicen lo mismo.
Irene se puso a la defensiva.
-A ti no te importa.
-Bien. Te acompañaré al Centro…
-No hace falta –lo interrumpió ella, marchándose enseguida.
Ingo se quedó paralizado ante la brusca reacción de la muchacha. “He vuelto a decir algo fuera de lugar”, pensó. Apretó con fuerza las llaves que tenía en la mano, furioso consigo mismo. Tras plantearse unos segundos qué debía hacer, decidió seguirla y asegurarse de que no le ocurría nada malo.

Irene no se dio cuenta de que el jefe del metro la observaba a sus espaldas, comprobando que todo fuera bien. Ella simplemente caminó lo más rápido posible hasta el Centro Pokemon, sin dirigir ni una sola vez su mirada atrás. Una vez allí, tomó una cena rápida y volvió a su habitación. Meditó sentada en la cama, con el huevo entre sus brazos para darle el calor que necesitaba.
Pensó en Ingo: era un tipo raro, pero se estaba portando francamente bien con ella. Había algunos momentos en los que hacía preguntas muy directas que la incomodaban, pero achacaba ese hecho a su extraña forma de ser. En su primer encuentro había cambiado de tema cuando había tocado un punto delicado, pero después había querido indagar más y más en aquello que Irene tanto se esforzaba por ocultar. ¿Por qué no podía dejarla en paz? Pese a todo, la estaba tratando con mayor cercanía que mucha otra gente. No le había reprochado aún que fuera callada o que no gritara sus problemas a los cuatro vientos. Sí, hacía preguntas, pero no la llamaba rara si quería evitar el tema.
Se dio cuenta entonces de que ambos tenían algo en común: los demás no los solían considerar personas normales. Además, Ingo daba la sensación de estar bastante solo. Nunca lo había visto acompañado de otras personas y daba la sensación de ser algo distante, al menos en las conversaciones que había tenido con él. Realmente nunca le había contado nada sobre sí mismo a Irene, aunque había dejado intuir que todo el mundo lo odiaba. Había escuchado conversaciones ajenas que hablaban sobre él, y hasta el momento habían confirmado dicho odio. Incluso él mismo no parecía quererse mucho. Se le formó un nudo en el estómago: ella comprendía bien qué era la soledad, y empezó a sentirse mal por haber sido tan brusca. Se había asustado al no saber reaccionar ante preguntas tan directas, pero quizás no era para tanto. ¿Y si le había hecho sentir mal? Decidió finalmente enviarle un mensaje de disculpa.
Para su sorpresa, cuando cogió el móvil, ya había correspondencia para ella. Sin embargo, era de Looker, que la avisaba de que no volvería hasta el día siguiente. Había tenido la esperanza de que Ingo le hubiese hablado pese a todo, pero sabía que no lo merecía. Tras contestar a Looker, le envió el siguiente texto a Ingo: “Perdóname por haber sido tan maleducada e irme sin avisar. Espero no haber herido tus sentimientos”. Seguidamente apretó el aparato con fuerza, angustiada. ¿Y si se había enfadado con ella y no volvía a hablarle? Él era importante… Acarició el huevo con pena. A veces hacía ruidos.
Un pitido. Leyó atentamente la respuesta: “¿He herido yo los tuyos?”
No supo si era ironía o si lo preguntaba de verdad. Se arriesgó a interpretarlo de la segunda manera y contestó con un lacónico “no”. Aunque en su momento le había molestado, se había dado cuenta de que, en el fondo, no tenía tanta importancia.
Tras un minuto, recibió la contestación.
“Es un alivio. Te pediría perdón, pero es que no me gusta saber que lloras”.
Ese tío era excesivamente sincero. Para bien y para mal.
“¿Por qué no te gusta?”
Silencio. Pitido.
“Es obvio, ¿no?”
Irene frunció el ceño. Tras darle varias vueltas en la cabeza, terminó escribiendo:
“No, no es obvio. No compartimos cabeza”.
Una pausa de un par de minutos. El huevo se movió unos milímetros. La pantalla volvió a iluminarse.
“Cierto. Eso es con Emmet. Pues porque si lloras estás triste. Si estás triste es que algo va mal”.
Al final él tenía razón. Era obvio.
“¿Y qué si va mal?”
Su respuesta la dejó muda:
“Hay una larga lista de personas a las que les puede ir fatal sin que me importe lo más mínimo. Tú, sin embargo, posees el privilegio de no pertenecer a esa lista. Si lloras, me preocupo. Puedes callártelo, pero seguiré preocupándome”.
Irene se puso de pie y dio vueltas por la habitación a paso lento. No había esperado para nada esa respuesta. Sentía que ella no era nadie y no llegaba a comprender por qué le caía bien a Ingo. No creía ser merecedora de la amistad de una persona tan importante como él. También tenía en cuenta que Ingo, de antipático que era (o tenía fama de ser), resultaría asimismo muy selectivo con sus amistades. Irene no creía tener las virtudes necesarias para haberse hecho un hueco en el corazón de aquel hombre. Aun así, tras unos diez minutos de reflexión, no pudo evitar preguntarle.
“¿Por qué te preocupas por mí si solo nos conocemos desde ayer?”
Estuvo esperando largo rato una respuesta que no llegó. Miró la hora: hacía tiempo que había pasado el momento de cenar y el jefe del metro posiblemente estaría ocupado. Quería ser optimista y no pensar que no le contestaría nunca. De repente el huevo comenzó a moverse más y más, e Irene olvidó todos sus problemas para centrarse en el nacimiento.
Tras varios minutos sacudiéndose, una pequeña grieta apareció en un lado. Irene observaba con gran atención todo el proceso. Ver el nacimiento de un nuevo ser vivo siempre era un espectáculo que la conmovía. El pokemon daba constantes golpecitos a la cáscara desde el interior. La joven se moría de ganas de ayudarle a abrirla, pues tal acción conllevaba un enorme esfuerzo para el pokemon, pero sabía que no debía intervenir. El pokemon se las tenía que arreglar solo. Un rato después consiguió, por fin, abrir un agujero en el huevo. Irene miró con gran curiosidad y vio un ojo que observaba por primera vez el mundo.
-¡Venga, ya queda poco! –lo animó, una gran sonrisa en sus labios.
Oyó un pequeño gruñido proveniente del interior del huevo. Seguidamente el pokemon empezó a hacer el agujero más grande. Tras unos minutos que parecieron eternos, el recién nacido consiguió salir del huevo. Era un Litwick pequeño que miraba a su alrededor con grandes ojos curiosos. Emitió un suave gruñido que parecía una exclamación de sorpresa. Irene, emocionada, cogió al pokemon vela y le dijo:
-Bienvenido al mundo, Litwick.
Litwick agitó sus pequeños brazos con alegría, balbuceando sonidos inconsistentes.

Tras haber consultado a una de las enfermeras del Centro Pokemon, constatando que Litwick había nacido en perfecto estado, Irene se había sentado en la sala principal para darle de comer al pequeño pokemon. La sala estaba casi vacía, por lo que la entrenadora estaba muy tranquila, y el recién nacido no se alteraba al escuchar ruidos extraños o encontrarse de repente con una multitud.
Cuando Litwick estaba mordisqueando un trozo de comida, la joven oyó la puerta de cristal abriéndose. Miró con curiosidad y le impresionó ver que era Ingo. Éste miró frenéticamente a su alrededor con un movimiento que le dio vuelo a su largo abrigo negro. Cuando se encontró con la mirada de la entrenadora, pareció asombrarse también.
-Pensé que estarías en tu habitación, tendría que llamarte, no querrías verme y me tocaría sobornar a alguien para que me dijeran dónde te escondías o, en su defecto, que te llamaran de mi parte –recitó mientras caminaba hacia ella. Se paró y añadió-: ¡Oh, ya ha nacido!
Se inclinó y acarició a Litwick, que se alegró de ver a alguien nuevo.
-¿Qué haces aquí? –preguntó Irene.
-He venido a responder tu mensaje.
Ella lo miró muy extrañada. Él siguió jugando con el pequeño pokemon.
-¿Has venido hasta aquí en lugar de escribir un sms?
-Mi respuesta no cabe en un simple sms –respondió él como si no le diera importancia.
Se sentó junto a ella y la miró a los ojos. Ella pensó que sonaba mucho a excusa, pero no dijo nada al respecto.
-Escucha…
Dudó.
-Escucho –repitió ella.
-Sé que no soy una persona fácil de tratar. Durante años me han rechazado, odiado e incluso deseado que me muriera.
Irene tragó saliva inconscientemente.
-Pocas son las personas que no lo han hecho, y menos son los que me han mostrado algo de simpatía. Sin embargo, tú fuiste amable conmigo y me dedicaste buenas palabras. Me llegó al alma, como es obvio.
Ella asintió, comprensiva.
-Es por eso que me caes bien. Además, eres diferente a los demás. Y sigues hablándome aunque me haya portado mal contigo.
-No digas eso, no te has portado mal…
-Pero te cogí el…
-¿Y qué? –lo interrumpió-. No es para tanto.
Ingo pareció sorprendido.
-La gente se enfada por tonterías –añadió ella-. Así que no le des más vueltas a lo del móvil.
-Bueno… También se enfadan porque les digo cosas dolorosas –se lamentó él.
-Oh, no, se enfadan porque les dices la verdad sin complejos y no son capaces de admitirlo –replicó ella-. No creas que no he oído conversaciones de otros sobre ti, y sé qué les dices.
Se estiró, mostrando con su cuerpo la decisión de sus palabras. Ingo la observó, la tristeza creciendo en su rostro.
-Mira… -siguió ella, con voz más baja-. He conocido a muchos hombres que eran verdaderos cabrones. Tú eres difícil, no lo voy a negar, pero al fin y al cabo eres un buen hombre. O al menos eso creo, y espero no equivocarme. Te preocupas por mí, me curaste una herida y en vez de pegarme me cogiste de la mano.
Al oír las últimas palabras, Ingo abrió mucho los ojos. Hubo en él una mezcla de sorpresa y enfado. Irene tardó unos segundos en ser completamente consciente de la reacción de su receptor.
-¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo?
-Te has delatado –murmuró.
-¿Qué?
Él le cogió la mano con fuerza y se acercó, inclinándose hasta que quedaron cara a cara. Él estaba mucho más serio de lo normal.
-Lo siento… Pero tú lo has dicho.
-¿El qué?
-Que te pegaban.
Irene sintió que de repente el mundo entero se le venía encima. Tuvo la sensación de que le faltaba el aire. Su inconsciente la había traicionado e Ingo se había percatado de ello inmediatamente. La observaba con enorme atención, atento a los detalles más minuciosos. No había escapatoria.
-No… ¡No! ¡Olvida eso!
-¿Por qué?
Le sujetó la mano con mayor firmeza. Ella bajo la mirada, presa de la vergüenza.
-Será mejor que no te metas en esto –murmuró.
-Demasiado tarde.
-¡Es muy peligroso!
-No me importa –contestó él, testarudo.
Irene estaba desesperada. Todo se había vuelto en su contra en un instante y odiaba no poder hacer nada para que Ingo cambiara de idea.
-Por favor… Es un asunto muy serio. Una vez entras en ello, no sales más. Así que olvídalo y no vuelvas a hacer preguntas.
Ella estaba al borde de las lágrimas. Ingo se enderezó, soltándole la mano. Se quedó quieto, sin saber qué decir. Pese a su expresión apagada, por dentro rabiaba. “Me niego a quedarme de brazos cruzados. Pienso investigar”.