Dedicatoria: para Puchito.
“¡Corre!”
Así le gritaba su
mente mientras sus piernas se movían lo más rápido que podían.
“¡Corre por tu
vida!”
Había pasado años corriendo sin parar, en cualquier
dirección, sin pensar jamás en su próximo destino, y siempre improvisando. Su
existencia se había convertido en una huida que no parecía tener fin. Tal ritmo de
vida no le permitía descansar nunca del todo, pues siempre se encontraba en
peligro. Había desarrollado un instinto de supervivencia que le permitía
permanecer siempre en estado de alerta al dormir, lista para despertar ante el
más mínimo ruido y salir corriendo si fuera necesario.
Vivía el día a día con lo justo: tenía algunas prendas de
ropa que superponía si necesitaba protegerse del frío, algo de comida (sobre
todo bayas, que podía además encontrar en el camino), algunas medicinas y pocos
objetos más. Llevaba todo en una mochila bien asegurada, que pesaba lo justo
para que pudiera correr sin agotarse demasiado. Poseía, además, un teléfono
móvil que utilizaba para informarse de las últimas noticias al conectarse a la
red. Para ella, la posesión del móvil resultaba una cruel ironía: se trataba de
un aparato hecho para poder comunicarse con otras personas y tenerlas, de
alguna manera, más cerca. Sin embargo, ella nunca había tenido a quien llamar.
No era una persona antisocial, ni tampoco evitaba el
contacto humano, pues a menudo hablaba con la gente que encontraba en los
pueblos a los que llegaba. Les preguntaba bastantes cosas y ellos solían
responder amablemente, invitándola a veces a comer, o regalándole algún objeto
útil para ella. Pese a todo, no conseguía entablar una relación más allá de
aquellas ligeras palabras. Se sentía muy agradecida con todas las personas que
la habían ayudado en su camino, pero su ética de viajera decretaba que, puesto
que no podía realmente devolverles el favor a aquellos que le echaban una mano,
ella se aseguraría de que no les ocurriese nada malo por su culpa. Normalmente
dicha ética provocaba que ella cortara su relación con los demás. Al principio
le resultaba terriblemente doloroso, y pasaba días enteros dudando de si habría
hecho lo correcto o no, de si su sacrificio serviría de algo, de cuánto daño le
habría provocado a la otra persona. Poco a poco fue acostumbrándose a ello, haciéndolo
casi automáticamente, aunque el desconsuelo no llegaba a desaparecer del todo.
Había dejado atrás a mucha gente amable, pero no podía contarles su secreto o
llegarían a sufrir mucho. Era su silenciosa forma de darles las gracias.
Y así, Irene abandonaba un lugar para no volver a pisarlo
jamás.
Irene Bianchi caminaba por la orilla del mar, en una playa
perdida en algún lugar de la región de Hoenn. El sonido de las olas, las suaves
caricias de la brisa marítima y el graznido alegre de los Wingull la calmaban,
aunque aquello no era un paseo relajante, propiamente dicho. Como otras tantas
veces, Irene había aprendido a andar a paso rápido en todo momento. Sorteó
diversas tumbonas, observando a la gente que pasaba el día en la playa:
familias enteras, niños pequeños que jugaban con sus pokemon, marineros que
habían vuelto de algún trayecto… Evitó la mirada de algunos entrenadores y poco
después llegó a Slateport, la ciudad portuaria más importante del sur de la
región.
El ambiente vivo de la ciudad, incrementado por el
bullicio del gran mercado marítimo, animaba tanto a ciudadanos como a
visitantes. Irene, sin embargo, puso sus sentidos en alerta máxima: varios
rumores indicaban que las mafias trabajaban allí. Lo único que deseaba era
cruzar la ciudad sin ser identificada. Ni siquiera quería visitar los lugares
más importantes o luchar contra otros entrenadores, tan solo pasar a la
siguiente ruta. Decidió camuflarse entre la multitud que hacía sus compras en
el mercado, y atravesar parte de la ciudad por allí.
Recorrió los diversos puestos de pescado, frutas y objetos
para el cuidado de los pokemon con paso ligero, tratando de aparentar seguridad
y, a la vez, inocencia. Irónicamente, cada vez se sentía más nerviosa. De
cuando en cuando se acercaba a algún tenderete y fingía interesarse en los
productos. En uno de estos puestos, cuando observaba las frutas locales en
busca de alguna oferta interesante que la ayudara a reponer sus reservas,
sintió un leve golpe en el brazo. Miró de reojo, pensando que sería alguna
señora que le pedía paso. Por el contrario, se encontró cara a cara con un alto
hombre, de apariencia robusta y cara de pocos amigos, que la miraba tras sus
gafas de cristales ahumados.
-¡Por fin te encontré! –gritó él, con voz rasposa.
Irene palideció. Sintió cómo todos los músculos de su
cuerpo se paralizaban. “Estoy perdida”, pensó. El matón la agarró del brazo sin
miramientos y la arrastró, haciéndose un hueco entre la multitud, que
murmullaba y los miraba sin atreverse a intervenir.
-¡Pagarás por tu traición, niñata! –refunfuñaba el hombre.
-¡No! ¡Suéltame! ¡No! –gritaba Irene con desesperación-.
¡Que alguien me ayude! ¡Socorro!
Por desgracia sus gritos fueron en vano, pues nadie
parecía estar dispuesto a ayudarla. Se sacudió e intentó defenderse a patadas,
pero su contrincante era demasiado fuerte para ella. Tratando de pensar en
medio de su confusión, palpó con la mano libre su cinturón, buscando las
pequeñas bolas que llevaba colgadas. Mientras tanto, el hombre ya casi la había
llevado hasta el exterior del mercado.
De repente, una exclamación los detuvo:
-¡Alto ahí!
Al mirar a lo lejos, a su izquierda, los dos vieron a un
par de policías que se acercaban corriendo, siguiendo de cerca a un misterioso
hombre vestido con un traje marrón. Era éste último quien había gritado y, por
la reacción del matón, parecía haber surgido efecto. El captor de Irene la
soltó con brusquedad y, sin pensárselo dos veces, salió corriendo. Cuando el
trío de policías llegó hasta ellos, los dos de detrás persiguieron al matón,
mientras que el hombre del traje marrón tomó a Irene de la mano. Ella, aún
paralizada por el miedo, no fue capaz de reaccionar a tiempo. El hombre del
traje la miró a los ojos y le dijo, con cierto tono de preocupación, pero
tratando de ganarse su confianza:
-Tranquila, respira.
Irene obedeció, y tomó aire en un vano intento de calmar
los nervios y su corazón, que no paraba de latir con fuerza. Un leve mareo la
invadió.
-Mucho me temo que no estás a salvo aún –prosiguió el
hombre-. Confía en mí y ven conmigo.
La joven siguió al hombre en silencio, aún cogida de la
mano por éste, a pesar de no confiar en absoluto en él. Pese a todo, su
instinto le decía que aquello era mejor que estar en manos de un matón que no
buscaba hacerle nada bueno. Fueron a paso rápido en dirección al puerto, donde
el hombre se encargó de comprar dos billetes. Irene, mientras tanto, no paró de
mirar a todos lados, aún nerviosa por los hechos acontecidos y temiendo que el
matón pudiera encontrarlos de nuevo en cualquier momento. Nunca terminaría de
acostumbrarse a la eterna huida…
-Vamos –la apremió el misterioso señor.
Tras una breve espera en el puerto, quince minutos después
montaron en un enorme ferry que, si bien no era lujoso, tenía aspecto de ser
bastante cómodo –y turístico. Buscaron el camarote que les correspondía: era
una pequeña estancia con dos camas, un baño y un mueble, y ni siquiera tenía
ventanas. Allí dejaron el poco equipaje que llevaban y se sentaron, por fin, en
las camas, cara a cara. El hombre la miró con sus ojos marrones y serios.
-La verdad es que me sorprende que hayas venido conmigo
sin saber siquiera quién soy. Ahora no es precisamente fácil escapar, estando
en un barco… -comentó.
-Tengo un Skarmory, puedo volar con él si quiero huir de
aquí.
-…Bien dicho.
Le dedicó una leve sonrisa. Buscó algo en los bolsillos de
su traje marrón. Mientras rebuscaba sin llegar a encontrar nada interesante,
Irene lo contempló mejor: era alto, aparentaba tener cerca de cuarenta años,
estaba ligeramente inquieto y se pasaba a menudo la mano por su pelo oscuro,
cuyo flequillo se echaba hacia atrás de una forma curiosa. Finalmente decidió
buscar lo que fuera en su larga gabardina, también marrón, y sacó una cartera,
que abrió, sacando una placa que mostró a la asustada muchacha.
-Como puedes ver, soy miembro de la Policía Internacional.
Mi nombre en clave es Looker y he venido para ayudarte, a cambio de tu
colaboración…
-¿Y si no quiero colaborar, qué? –lo interrumpió ella.
-…Pero si ni siquiera te he dicho en qué.
-No quiero meter a nadie en mis asuntos –explicó ella en
un murmullo, con tono amargo en su voz.
-De esos mismos asuntos tenemos que hablar. Relájate y
comencemos desde el principio.
Irene cruzó los brazos y las piernas en actitud defensiva.
Miraba fijamente al policía como si quisiera levantar una barrera protectora
entre ellos. El hombre advirtió esta actitud, aunque fingió no darse cuenta.
-Como ya he dicho, yo soy Looker. Y tú eres Irene Bianchi,
¿verdad? –ella asintió con la cabeza-. Bien. Sé quién eres y cuál es tu situación.
De hecho, llevo varios meses investigando a esa mafia tan peligrosa. Tengo a
algunos compañeros infiltrados que me han estado facilitando información. Y tú…
Tú apareces entre las personas más buscadas por esta mafia.
-Sí… No me tienen mucho cariño.
-Llevan años buscándote –afirmó él, buscando una
explicación.
Un silencio invadió el ambiente. Irene había dejado de
mirar a Looker y ahora observaba nerviosamente el camarote.
-Yo llevo buscándote dos meses –añadió Looker, tratando de
romper el incómodo silencio.
-Vaya, eres más listo que ellos –murmuró ella.
El policía no pudo reprimir una leve sonrisa de
satisfacción.
-Tenía más información que ellos. Busqué en los archivos
de la policía y me valí de las enfermeras de los Centros Pokemon para localizarte.
Igualmente eres difícil de encontrar, y por poco fracaso.
-Cierto.
Looker se levantó y puso sus manos en los hombros de la
joven. La notaba muy tensa por todo lo ocurrido.
-¿Estás bien?
-No te preocupes, ya ha ocurrido más veces… -contestó,
fingiendo no darle importancia.
-¿Cuántas veces?
-…Tres.
-¿Y qué ocurrió? –preguntó él, con temor a oír la
respuesta.
-Logré escapar. ¿Te he dicho que mis compañeros pokemon
son geniales?
Se estiró, orgullosa.
-Ya veo… -Looker sonrió.
-Aún así no puedo confiar en que tenga la misma suerte la
próxima vez.
-Está bien. Aquí es donde entra mi trato.
Irene volvió a encogerse.
-No pienso poner en peligro a nad…
-¡Shhh! –dijo él, e Irene calló-. Soy policía, ¿recuerdas?
Me dedico a esto. Sin embargo, no puedo decir que sea fácil. Perseguir a una
mafia es un asunto difícil, tedioso y arriesgado. ¿Y sabes qué hace falta?
Información, por supuesto. Mucha información. Cuanta más mejor. Por eso te
necesito. Piénsalo, es un buen trato, ¿no crees? Tú me das información valiosa,
porque conoces mejor a esa mafia, y yo te doy protección.
-¡Pero yo no trabajo en la mafia! ¡No sé cómo actúan!
-Oh, sí que lo sabes. Sabes cómo te han tratado.
-¿Y eso de qué sirve?
-Muchas víctimas nos llegan en calidad de muertos. Tú, sin
embargo, aún posees voz.
-…Qué guay –dijo Irene irónicamente.
-Tengo otra ventaja para ti, algo que podría convencerte
del todo.
-¿Más que mi protección? –preguntó, aún con el deje
irónico en la voz.
-Sí, porque no puedo garantizarte una absoluta protección,
pero sí inmunidad internacional.
Irene levantó una ceja.
-Significa que nadie te juzgará por tu apellido –aclaró.
-Oh.
Una chispa de interés se encendió en sus ojos. Compartía
apellido con mafiosos en busca y captura, lo que significaba que la policía
siempre pensaba que ella también era uno de ellos, aún sin tener pruebas. Había
llegado a tener grandes problemas por culpa de su apellido. Tras pensarlo un
poco, se dio cuenta de que el trato que le proponía el policía la beneficiaba
bastante.
Decidida, se levantó y dijo:
-¿Dónde hay que firmar?
-Ah -sonrió él-. Me fío de tu palabra, no te preocupes, y
espero que tú también te fíes de la mía de ahora en adelante. A partir de este
momento te consideraré mi ayudante. ¡Oh! Y bienvenida a bordo.
Irene sonrió levemente, y Looker preguntó:
-¿Tienes ropa de invierno?
Extrañada por el repentino cambio de tema, ella contestó
que no.
-Entonces tendré que conseguirte algo.
-¿Se puede saber a dónde vamos?
-¡A Unova! –exclamó el policía con alegría.
-¡¿Unova?!