La búsqueda de Looker y Smith por los
almacenes no dio gran resultado. Empezaba a anochecer y los establecimientos
estaban cerrando, lo que dificultaba la investigación.
-Me parece que no vamos a poder hacer mucho
más por hoy –se lamentó Looker-. Tenía la esperanza de encontrar algo más
concreto, pero las pistas no han servido de mucho.
-¿Qué te parece si vamos a cenar al Café
Alma y de paso vigilamos si vuelven a aparecer los mafiosos? –propuso Smith.
-Está bien, es lo mejor que podemos hacer.
Irene había pasado el resto de la tarde en
el Centro Pokemon. Temía salir a la calle después de que el matón la hubiera
estado vigilando. Tras ver un poco la televisión, que resultaba tremendamente
aburrida para ella, optó por tumbarse en la cama y pensar, de nuevo, en los
acontecimientos que habían ocurrido en su vida. No tardó mucho en romper a
llorar. Quería dar siempre la sensación de tener todo controlado, pero nunca
podía evitar derrumbarse cuando se quedaba sola.
Trataba de calmar su llorera cuando recibió
un mensaje. Pensó que sería de Looker. Cogió su móvil y abrió el mensaje,
haciendo un esfuerzo por leer el texto entre sus lágrimas. “Me aburro. Estoy
luchando contra un entrenador guay de esos. No vale ni la mitad que tú”. Se
frotó los ojos. Era un mensaje muy extraño, y la escritura no era la típica del
agente. Lo releyó dos veces, y fue entonces cuando se dio cuenta de quién lo
había escrito: Ingo. Se quedó con la boca abierta. ¿Cómo había conseguido su
número? Supuso que lo habría dejado registrado cuando le cogió el móvil en el
túnel. Antes de que consiguiera reaccionar ya le había enviado otro mensaje.
“En serio. Estoy escribiendo en medio de un combate. Es muy aburrido”. Irene no
sabía qué contestar de lo sorprendida que estaba.
Otro más.
“Ayer fue divertido. Te echo de menos. ¿Por
qué no has venido hoy?”
Irene se levantó de la cama y fue al baño.
Abrió el grifo del agua fría y se lavó la cara hasta que se hubo despejado
completamente. Cuando volvió, tenía un mensaje más. Se sentía importante y no
pudo evitar que una sonrisa se dibujara en su rostro.
“¿Te has enfadado conmigo?”
Decidió contestar. Escribió: “No estoy
enfadada. No he ido porque perdí el tren de la tarde”.
Un minuto después recibió la respuesta.
“Cierto. Te llevé de paseo a esa hora. Este
tío es idiota, ha usado un ataque de fuego contra Chandelure”.
Irene rio. Le parecía curioso que le
estuviera contando cosas tan banales.
“Yo también usé fuego contra Chandelure”,
respondió.
“Pero tú no lo sabías. Éste lo ha hecho ya
cuatro veces. Y es de Unova. Uups, gané”.
La joven se imaginó la escena: un apurado
entrenador que cometía errores idiotas por puros nervios, y el jefe del metro
ante él, con cara inexpresiva y el móvil en la mano mientras lanzaba órdenes
desganadas a su equipo, cuya experiencia les permitiría arreglárselas por sí
solos sin problemas. Se rio a carcajadas. Aquel hombre había conseguido hacerla
olvidar sus problemas. Volvió a tumbarse en la cama, bastante más tranquila.
Sin darse cuenta, el cansancio se apoderó de su cuerpo y enseguida se quedó
dormida.
Despertó media hora después. Otro mensaje.
Definitivamente nadie la había despertado así jamás. Se despejó un poco y leyó
el texto. También era de Ingo.
“¿Podrías venir a mi despacho?”
Trató de recordarlo, pero no sabía dónde
estaba su despacho.
“No sé dónde está.”
Le respondió que lo esperara en la entrada
de la estación. Tras confirmarle su asistencia, se adecentó un poco y salió del
Centro Pokemon.
La ciudad estaba iluminada por miles de
luces de colores y la gente que salía del trabajo le daba más vida a las
calles. Irene quedó impresionada ante el ritmo de la ciudad. Sorteó varios
grupos de alegres personas que se dirigían a alguno de los muchos lugares de
entretenimiento y diversión de la ciudad. Ella pronto llegó a la Estación
Radial, su propio sitio de recreo. Por suerte para ella, estaba cerca de su
residencia en el Centro Pokemon y tuvo que caminar poco para llegar hasta allí.
Vio en la entrada la estilizada figura de Ingo, que la estaba esperando allí
fuera. Cuando se acercó a él, observó que estaba fumando.
-No sabía que fumaras –comentó ella.
Ingo, que permanecía muy quieto, a excepción
de su mano, le dio una calada al cigarro, la miró y respondió, con tono melancólico:
-No sabía que aún te quedaran ganas de
verme.
-¿Por qué dices eso? –preguntó, extrañada.
-La gente, a estas alturas, ya se habría
hartado de mí.
-Pero si no has hecho nada –replicó.
-Te quité el móvil, entre otras cosas.
-Pero fue para bien –se encogió de hombros.
Él la miró fijamente, muy serio. Había
tenido tiempo mientras la esperaba para darle vueltas a los pensamientos de su
cabeza. Una vez más, confirmó sus creencias: los demás no le habrían dado ni la
mitad de oportunidades que aquella muchacha. Para ser tan desconfiada, creía en
él mucho más que la gente normal.
Se dio cuenta de que ella tiritaba de frío,
pese a llevar el abrigo bien cerrado, y, aún con todo, no había dejado de dedicarle
una pequeña sonrisa. A él le quedaba medio cigarrillo, pero no dudó en tirarlo
y hacerla pasar dentro, donde estaría caliente. Aguantaría las ganas de fumar
con mucho gusto.
Dentro de la estación tuvieron que abrirse
paso entre una marea de gente que subía y bajaba las escaleras de los andenes.
Ingo permaneció cerca de Irene en todo momento para evitar que se perdiera,
cogiéndola a veces del brazo cuando iban a cambiar de dirección. A pesar de la
muchedumbre, el jefe del metro se movía con gran agilidad entre la gente.
-Debes de llevar muchos años trabajando
aquí para moverte tan fácilmente –señaló Irene, queriendo romper el silencio
que la incomodaba.
-Sí, llevo mucho tiempo aquí.
Una pausa se acomodó entre ellos. Irene no
sabía si debía decir algo, qué decir y cómo. Ingo, por el contrario, estaba muy
a gusto sin tener que hablar. No se planteó en ningún momento que su
acompañante pudiera pensar de manera diferente.
Para alivio de la joven, poco después
llegaron a unas escaleras privadas. Tras subirlas se encontraron en un largo
pasillo. Una de las puertas a la derecha daba al pequeño despacho del jefe del
metro. Cuando éste la hubo abierto, le sujetó la puerta a la joven para que
pasara primero. Irene estudió el pequeño cuarto: un oscuro escritorio de madera
se encontraba justo enfrente, y estaba hasta arriba de documentos. Alrededor
había dos estanterías repletas de carpetas y libros. Éstos no eran solo
manuales, como cabría esperar en un lugar así, sino que también había un gran
número de novelas de diversos géneros. Sin duda, Ingo era un lector asiduo.
Contra la pared en la que se encontraba la puerta del pasillo había un viejo
sofá marrón. En la pared de la derecha había otra puerta, que permanecía cerrada.
-¿Qué hay tras esa puerta? –quiso saber
Irene, señalándola.
-El baño.
Irene se quedó sin saber qué decir. Por
alguna extraña razón había esperado que hubiera un armario lleno de documentos
que nadie conocía o algún otro objeto secreto. Quizás el misterioso hombre no
lo era tanto como ella creía. Sonrió ante su inocente sorpresa. Mientras tanto,
él se acercó a la silla que había tras la mesa y cogió a su Chandelure,
levantándolo hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura.
-Hola, bonita –la saludó en un susurro-.
¿Cómo va?
Chandelure emitió un silbido calmado. Ingo
miró entonces a la chica, haciéndole un gesto con la mano para que se acercara.
Irene obedeció y comprobó que en la silla había un huevo pokemon.
-Chandelure lo puso ayer y ha estado
incubándolo, pero me temo que no podremos encargarnos de él cuando nazca. De
ahí saldrá un Litwick.
Observó atentamente a la joven antes de
preguntar:
-¿Lo quieres?
-¿Yo? Pero no sé si podré cuidarlo bien… ¿Y
Chandelure no se pondrá triste?
-No, está acostumbrada –explicó,
sosteniendo bien a la pokemon entre sus brazos-. Ya ha puesto huevos más veces.
Y no es la única. Emmet llenó una vez la casa de Joltiks. Había uno en cada
esquina.
Irene reflexionó qué debía hacer, mirando
con atención el huevo.
-Si lo crías, podrás enfrentarte a
Chandelure sin problemas –añadió Ingo.
Ella levantó la vista hacia la cara del
hombre. Él la miraba con curiosidad, esperando una respuesta.
-Está bien –respondió finalmente-.
Intentaré criarlo lo mejor que pueda.
Ingo sonrió, y Chandelure emitió un canto
de satisfacción. Irene le devolvió la sonrisa y cogió el huevo. Estaba caliente
y parecía moverse un poco por dentro.
-Estoy convencido de que lo cuidarás muy
bien.
Ella no pudo evitar sonrojarse.
-Gracias por confiar en mí –murmuró
tímidamente.
Salieron del despacho. Irene no sabía si
debía irse o no. Mientras Ingo cerraba la puerta con llave, preguntó:
-¿Has tenido algún problema al venir?
-Uh… No, ninguno.
-¿No has vuelto a ver al matón ese?
-No. Aun así, he pasado la tarde en el
Centro Pokemon.
-¿Haciendo qué?
-Viendo la tele –respondió sin entrar en
detalles.
Él la atravesó con la mirada. Era obvio que
no la creía.
-Has debido de ver una película muy triste
–dijo él con ironía.
-No he visto ninguna película triste –negó,
extrañada.
-Claro que no. Lo cual me confirma que has
llorado por otra cosa.
-No he llorado –respondió con tono arisco.
-Tus ojos no dicen lo mismo.
Irene se puso a la defensiva.
-A ti no te importa.
-Bien. Te acompañaré al Centro…
-No hace falta –lo interrumpió ella,
marchándose enseguida.
Ingo se quedó paralizado ante la brusca
reacción de la muchacha. “He vuelto a decir algo fuera de lugar”, pensó. Apretó
con fuerza las llaves que tenía en la mano, furioso consigo mismo. Tras
plantearse unos segundos qué debía hacer, decidió seguirla y asegurarse de que
no le ocurría nada malo.
Irene no se dio cuenta de que el jefe del
metro la observaba a sus espaldas, comprobando que todo fuera bien. Ella simplemente
caminó lo más rápido posible hasta el Centro Pokemon, sin dirigir ni una sola
vez su mirada atrás. Una vez allí, tomó una cena rápida y volvió a su
habitación. Meditó sentada en la cama, con el huevo entre sus brazos para darle
el calor que necesitaba.
Pensó en Ingo: era un tipo raro, pero se
estaba portando francamente bien con ella. Había algunos momentos en los que
hacía preguntas muy directas que la incomodaban, pero achacaba ese hecho a su
extraña forma de ser. En su primer encuentro había cambiado de tema cuando
había tocado un punto delicado, pero después había querido indagar más y más en
aquello que Irene tanto se esforzaba por ocultar. ¿Por qué no podía dejarla en
paz? Pese a todo, la estaba tratando con mayor cercanía que mucha otra gente.
No le había reprochado aún que fuera callada o que no gritara sus problemas a
los cuatro vientos. Sí, hacía preguntas, pero no la llamaba rara si quería
evitar el tema.
Se dio cuenta entonces de que ambos tenían
algo en común: los demás no los solían considerar personas normales. Además,
Ingo daba la sensación de estar bastante solo. Nunca lo había visto acompañado
de otras personas y daba la sensación de ser algo distante, al menos en las
conversaciones que había tenido con él. Realmente nunca le había contado nada
sobre sí mismo a Irene, aunque había dejado intuir que todo el mundo lo odiaba.
Había escuchado conversaciones ajenas que hablaban sobre él, y hasta el momento
habían confirmado dicho odio. Incluso él mismo no parecía quererse mucho. Se le
formó un nudo en el estómago: ella comprendía bien qué era la soledad, y empezó
a sentirse mal por haber sido tan brusca. Se había asustado al no saber
reaccionar ante preguntas tan directas, pero quizás no era para tanto. ¿Y si le
había hecho sentir mal? Decidió finalmente enviarle un mensaje de disculpa.
Para su sorpresa, cuando cogió el móvil, ya
había correspondencia para ella. Sin embargo, era de Looker, que la avisaba de
que no volvería hasta el día siguiente. Había tenido la esperanza de que Ingo
le hubiese hablado pese a todo, pero sabía que no lo merecía. Tras contestar a
Looker, le envió el siguiente texto a Ingo: “Perdóname por haber sido tan
maleducada e irme sin avisar. Espero no haber herido tus sentimientos”. Seguidamente
apretó el aparato con fuerza, angustiada. ¿Y si se había enfadado con ella y no
volvía a hablarle? Él era importante… Acarició el huevo con pena. A veces hacía
ruidos.
Un pitido. Leyó atentamente la respuesta:
“¿He herido yo los tuyos?”
No supo si era ironía o si lo preguntaba de
verdad. Se arriesgó a interpretarlo de la segunda manera y contestó con un
lacónico “no”. Aunque en su momento le había molestado, se había dado cuenta de
que, en el fondo, no tenía tanta importancia.
Tras un minuto, recibió la contestación.
“Es un alivio. Te pediría perdón, pero es
que no me gusta saber que lloras”.
Ese tío era excesivamente sincero. Para
bien y para mal.
“¿Por qué no te gusta?”
Silencio. Pitido.
“Es obvio, ¿no?”
Irene frunció el ceño. Tras darle varias
vueltas en la cabeza, terminó escribiendo:
“No, no es obvio. No compartimos cabeza”.
Una pausa de un par de minutos. El huevo se
movió unos milímetros. La pantalla volvió a iluminarse.
“Cierto. Eso es con Emmet. Pues porque si
lloras estás triste. Si estás triste es que algo va mal”.
Al final él tenía razón. Era obvio.
“¿Y qué si va mal?”
Su respuesta la dejó muda:
“Hay una larga lista de personas a las que
les puede ir fatal sin que me importe lo más mínimo. Tú, sin embargo, posees el
privilegio de no pertenecer a esa lista. Si lloras, me preocupo. Puedes
callártelo, pero seguiré preocupándome”.
Irene se puso de pie y dio vueltas por la
habitación a paso lento. No había esperado para nada esa respuesta. Sentía que
ella no era nadie y no llegaba a comprender por qué le caía bien a Ingo. No
creía ser merecedora de la amistad de una persona tan importante como él. También
tenía en cuenta que Ingo, de antipático que era (o tenía fama de ser), resultaría
asimismo muy selectivo con sus amistades. Irene no creía tener las virtudes
necesarias para haberse hecho un hueco en el corazón de aquel hombre. Aun así,
tras unos diez minutos de reflexión, no pudo evitar preguntarle.
“¿Por qué te preocupas por mí si solo nos
conocemos desde ayer?”
Estuvo esperando largo rato una respuesta
que no llegó. Miró la hora: hacía tiempo que había pasado el momento de cenar y
el jefe del metro posiblemente estaría ocupado. Quería ser optimista y no
pensar que no le contestaría nunca. De repente el huevo comenzó a moverse más y
más, e Irene olvidó todos sus problemas para centrarse en el nacimiento.
Tras varios minutos sacudiéndose, una pequeña
grieta apareció en un lado. Irene observaba con gran atención todo el proceso.
Ver el nacimiento de un nuevo ser vivo siempre era un espectáculo que la
conmovía. El pokemon daba constantes golpecitos a la cáscara desde el interior.
La joven se moría de ganas de ayudarle a abrirla, pues tal acción conllevaba un
enorme esfuerzo para el pokemon, pero sabía que no debía intervenir. El pokemon
se las tenía que arreglar solo. Un rato después consiguió, por fin, abrir un
agujero en el huevo. Irene miró con gran curiosidad y vio un ojo que observaba
por primera vez el mundo.
-¡Venga, ya queda poco! –lo animó, una gran
sonrisa en sus labios.
Oyó un pequeño gruñido proveniente del
interior del huevo. Seguidamente el pokemon empezó a hacer el agujero más grande.
Tras unos minutos que parecieron eternos, el recién nacido consiguió salir del
huevo. Era un Litwick pequeño que miraba a su alrededor con grandes ojos
curiosos. Emitió un suave gruñido que parecía una exclamación de sorpresa.
Irene, emocionada, cogió al pokemon vela y le dijo:
-Bienvenido al mundo, Litwick.
Litwick agitó sus pequeños brazos con
alegría, balbuceando sonidos inconsistentes.
Tras haber consultado a una de las
enfermeras del Centro Pokemon, constatando que Litwick había nacido en perfecto
estado, Irene se había sentado en la sala principal para darle de comer al
pequeño pokemon. La sala estaba casi vacía, por lo que la entrenadora estaba
muy tranquila, y el recién nacido no se alteraba al escuchar ruidos extraños o
encontrarse de repente con una multitud.
Cuando Litwick estaba mordisqueando un
trozo de comida, la joven oyó la puerta de cristal abriéndose. Miró con
curiosidad y le impresionó ver que era Ingo. Éste miró frenéticamente a su
alrededor con un movimiento que le dio vuelo a su largo abrigo negro. Cuando se
encontró con la mirada de la entrenadora, pareció asombrarse también.
-Pensé que estarías en tu habitación,
tendría que llamarte, no querrías verme y me tocaría sobornar a alguien para
que me dijeran dónde te escondías o, en su defecto, que te llamaran de mi parte
–recitó mientras caminaba hacia ella. Se paró y añadió-: ¡Oh, ya ha nacido!
Se inclinó y acarició a Litwick, que se
alegró de ver a alguien nuevo.
-¿Qué haces aquí? –preguntó Irene.
-He venido a responder tu mensaje.
Ella lo miró muy extrañada. Él siguió
jugando con el pequeño pokemon.
-¿Has venido hasta aquí en lugar de
escribir un sms?
-Mi respuesta no cabe en un simple sms
–respondió él como si no le diera importancia.
Se sentó junto a ella y la miró a los ojos.
Ella pensó que sonaba mucho a excusa, pero no dijo nada al respecto.
-Escucha…
Dudó.
-Escucho –repitió ella.
-Sé que no soy una persona fácil de tratar.
Durante años me han rechazado, odiado e incluso deseado que me muriera.
Irene tragó saliva inconscientemente.
-Pocas son las personas que no lo han hecho,
y menos son los que me han mostrado algo de simpatía. Sin embargo, tú fuiste
amable conmigo y me dedicaste buenas palabras. Me llegó al alma, como es obvio.
Ella asintió, comprensiva.
-Es por eso que me caes bien. Además, eres
diferente a los demás. Y sigues hablándome aunque me haya portado mal contigo.
-No digas eso, no te has portado mal…
-Pero te cogí el…
-¿Y qué? –lo interrumpió-. No es para
tanto.
Ingo pareció sorprendido.
-La gente se enfada por tonterías –añadió
ella-. Así que no le des más vueltas a lo del móvil.
-Bueno… También se enfadan porque les digo
cosas dolorosas –se lamentó él.
-Oh, no, se enfadan porque les dices la
verdad sin complejos y no son capaces de admitirlo –replicó ella-. No creas que
no he oído conversaciones de otros sobre ti, y sé qué les dices.
Se estiró, mostrando con su cuerpo la
decisión de sus palabras. Ingo la observó, la tristeza creciendo en su rostro.
-Mira… -siguió ella, con voz más baja-. He
conocido a muchos hombres que eran verdaderos cabrones. Tú eres difícil, no lo
voy a negar, pero al fin y al cabo eres un buen hombre. O al menos eso creo, y
espero no equivocarme. Te preocupas por mí, me curaste una herida y en vez de
pegarme me cogiste de la mano.
Al oír las últimas palabras, Ingo abrió
mucho los ojos. Hubo en él una mezcla de sorpresa y enfado. Irene tardó unos
segundos en ser completamente consciente de la reacción de su receptor.
-¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo?
-Te has delatado –murmuró.
-¿Qué?
Él le cogió la mano con fuerza y se acercó,
inclinándose hasta que quedaron cara a cara. Él estaba mucho más serio de lo
normal.
-Lo siento… Pero tú lo has dicho.
-¿El qué?
-Que te pegaban.
Irene sintió que de repente el mundo entero
se le venía encima. Tuvo la sensación de que le faltaba el aire. Su
inconsciente la había traicionado e Ingo se había percatado de ello
inmediatamente. La observaba con enorme atención, atento a los detalles más
minuciosos. No había escapatoria.
-No… ¡No! ¡Olvida eso!
-¿Por qué?
Le sujetó la mano con mayor firmeza. Ella
bajo la mirada, presa de la vergüenza.
-Será mejor que no te metas en esto
–murmuró.
-Demasiado tarde.
-¡Es muy peligroso!
-No me importa –contestó él, testarudo.
Irene estaba desesperada. Todo se había
vuelto en su contra en un instante y odiaba no poder hacer nada para que Ingo
cambiara de idea.
-Por favor… Es un asunto muy serio. Una vez
entras en ello, no sales más. Así que olvídalo y no vuelvas a hacer preguntas.
Ella estaba al borde de las lágrimas. Ingo
se enderezó, soltándole la mano. Se quedó quieto, sin saber qué decir. Pese a
su expresión apagada, por dentro rabiaba. “Me niego a quedarme de brazos
cruzados. Pienso investigar”.
¿Para cuando la cita doble entre Looker-Smith e Irene-Ingo?
ResponderEliminarAaah, me ha encantado el capítulo este *-*
ResponderEliminarLas cosas entre Irene e Ingo avanzan, me gusta~ Me alegra que los dos se hayan conocido, creo que ambos se necesitaban.
Y lo del huevo pokemon ha sido un puntazo, me ha gustado mucho que lo hayas incorporado a la historia ^^ Qué mono el Litwick XD
Sí, de alguna forma se ayudan el uno al otro...
EliminarHa faltado el viejo del huevo xD